Señorios
El señorío, una institución propia de la Edad Media y la Edad Moderna, concentraba en manos de su titular la jurisdicción, la renta y, en ocasiones, el patrimonio de un territorio.
Según su titularidad (individual o colectiva, laica o eclesiástica), se distinguían:
- Infantazgos o señoríos de hijos de rey (infantes)
- Señoríos de las Órdenes Militares
- Señoríos de Abolengo
- La Behetría (lugares donde los habitantes designaban voluntariamente y temporalmente a su señor)
- Señoríos Nobiliarios o solariegos
En términos jurisdiccionales, implicaba la cesión de ciertas competencias públicas de la Corona a un particular, quien las ejercía en un territorio específico. Las razones eran diversas: durante la Edad Media, se otorgaban como mercedes reales por participar en la Reconquista. A partir del siglo XVI, las necesidades financieras de la Corona motivaron la venta, más que la donación, de señoríos.
El desmantelamiento final de los señoríos se produjo con el régimen liberal. Basándose en el principio de igualdad, este régimen buscó una organización territorial uniforme, lo que implicó la abolición de los señoríos, la creación de leyes comunes de aplicación general, la liberalización de la propiedad mediante la desamortización y la desvinculación. El proceso se inició con las Cortes de Cádiz y culminó con la ley de 1837, que consolidó la propiedad privada y homogeneizó jurisdiccionalmente todos los territorios.
Encomienda
La conquista de la mayor parte de los territorios americanos se realizó entre 1492 y 1560. Los protagonistas fueron pequeños grupos de descubridores, impulsados por el deseo de riqueza y prestigio social. Una consecuencia de la ocupación militar fue la explotación económica de los indígenas por parte de los colonos españoles. La propiedad de la tierra pasó a manos de estos últimos, instaurándose una estructura social jerarquizada con los castellanos en la cima y los indígenas en la base.
La mano de obra indígena se gestionaba a través del sistema de encomiendas, un sistema intermedio entre el feudalismo europeo y el caciquismo indígena. En el reparto de tierras entre los conquistadores, se incluían los indígenas para su cultivo, quienes quedaban encomendados a la custodia del encomendero, el nuevo propietario de la tierra.
Teóricamente, la encomienda se basaba en los siguientes principios:
- El encomendero debía evangelizar y proteger al indio.
- No podía considerarlo su vasallo.
- Tenía que respetar sus bienes.
- Jamás podía tratarlo como una cosa ni infligirle malos tratos.
Sin embargo, la realidad era muy distinta. La codicia de los colonos convertía el sistema en una simple explotación de los indígenas. Esto provocó la crítica de algunos religiosos, como Fray Bartolomé de las Casas, cuya influencia en la Corona llevó a la promulgación de las Leyes de Indias, que enfatizaban el respeto a los indígenas, aunque con escasos resultados.
En 1542 se publicaron las Leyes Nuevas, que prohibían los servicios personales de los indígenas encomendados y preparaban la abolición del régimen, estableciendo que ninguna encomienda podía ser vendida o heredada. Esta ley provocó violentas sublevaciones en Nueva España (México) y en el Perú. La Corona tuvo que ceder, excepto en la abolición de los servicios personales, que fueron sustituidos por un tributo. Esta situación se mantuvo hasta el siglo XVIII.
Mudejares y Moriscos
Los mudéjares eran la población musulmana que permaneció en algunos territorios de la península Ibérica tras la Reconquista cristiana. Necesidades económicas y demográficas, así como la presión de los nobles, hicieron que los reyes cristianos los aceptaran bajo ciertas condiciones.
Su mayor presencia se concentraba en las áreas rurales y señoriales del valle medio y bajo del Ebro y del reino de Valencia, donde eran campesinos sujetos a la tierra. En Aragón y Valencia, la vida de las comunidades mudéjares transcurrió pacíficamente bajo la protección señorial, debido a la rentabilidad que suponía su mano de obra para la nobleza.
La tendencia hacia la uniformidad religiosa desde finales de la Edad Media, y sobre todo tras la Reconquista de Granada (que incorporó una gran población musulmana al reino de Castilla), aumentó la presión sobre esta minoría para su conversión. Esto resultó en una revuelta en el Albaicín, las Alpujarras y la Serranía de Ronda (1499). En 1502, en Castilla, se les obligó a la conversión o a la expulsión. Muchas conversiones forzosas no fueron sinceras y no produjeron una transformación de sus hábitos culturales. En Aragón y Valencia, la conversión forzosa llegó años después (1525). A partir de la conversión, los mudéjares pasaron a denominarse moriscos.
Las tensiones derivadas de las conversiones forzosas y el mantenimiento de sus usos y costumbres, que chocaban con las comunidades cristianas, junto con nuevas medidas restrictivas, provocaron una revuelta en las Alpujarras en 1568. Sofocada en 1570, la revuelta resultó en la deportación de un contingente de moriscos granadinos a Castilla, Extremadura y el resto de Andalucía. En 1582 se consideró la expulsión, aunque no se llevó a cabo. Finalmente, en 1609, durante el reinado de Felipe III, fueron definitivamente expulsados, causando graves daños económicos y demográficos, sobre todo en Aragón y Valencia.
Decretos de Nueva Planta
La muerte de Carlos II (1 de noviembre de 1700) sin descendencia desencadenó la Guerra de Sucesión (1701-1714), en la que se disputaban la Corona Española el archiduque Carlos de Austria y el príncipe francés Felipe de Anjou, nieto de Luis XIV. Carlos II había elegido como heredero a Felipe poco antes de morir, pero se formó en Europa una gran alianza que defendía la candidatura del archiduque. Fue una guerra de todos contra Francia. La dimensión civil de la contienda dividió España entre los partidarios del francés (Castilla) y los del austriaco (Corona de Aragón). El apoyo de la Corona de Aragón al archiduque se debía a la creencia de que respetaría sus fueros, mientras que la tradición centralista de Francia podría no hacerlo.
La Guerra de Sucesión finalizó con el triunfo de Felipe y la firma del Tratado de Utrecht en 1713, que lo reconocía como rey de España. En España, la guerra continuó hasta septiembre de 1714, con la toma de Barcelona por las tropas borbónicas.
Siguiendo su política centralista y unificadora, la nueva dinastía Borbón reorganizó el Estado, aboliendo los fueros de la Corona de Aragón mediante los Decretos de Nueva Planta. Estos decretos se impusieron en 1707 a Aragón y Valencia, en 1715 a Baleares y en 1716 a Cataluña, desmantelando sus instituciones propias. Solo vascos y navarros mantuvieron sus instituciones como premio a su fidelidad a Felipe V durante la guerra.