La Restauración borbónica en España: Bipartidismo, Caciquismo y Conflictos

1.1. Un nuevo sistema político

Los grupos conservadores recibieron con satisfacción la Restauración de los Borbones porque esperaban que la nueva monarquía devolviera la estabilidad política y pusiera fin a todo intento de revolución democrática y social en España. Cánovas no pretendía el regreso a los tiempos de Isabel II, sino la vertebración de un nuevo modelo político que superase algunos de los problemas endémicos del liberalismo precedente: el carácter partidista y excluyente de los moderados durante el reinado isabelino, el intervencionismo de los militares en la política y la proliferación de enfrentamientos civiles. Para conseguir su propósito, se propuso dos objetivos: elaborar una constitución que vertebrara un sistema político basado en el bipartidismo y pacificar el país poniendo fin a la guerra de Cuba y al conflicto carlista.

La primera medida política de importancia fue la convocatoria de elecciones para unas Cortes constituyentes, pues la Constitución de 1869, defendida por las fuerzas políticas más democráticas, había quedado, de hecho, sin efecto tras la proclamación de la República. Pese a que Cánovas no era partidario del sufragio universal, dispuso que las primeras elecciones del nuevo régimen se hiciesen por ese sistema, aunque posteriormente debería volverse al sufragio censitario.

La Constitución de 1876

La Constitución elaborada en 1876 es una clara muestra del liberalismo doctrinario, caracterizado por el sufragio censitario y la soberanía compartida entre las Cortes y el rey. Se trataba, pues, de una constitución de carácter marcadamente conservador e inspirada en los valores históricos tradicionales de la monarquía, la religión y la propiedad.

La Constitución consideraba a la monarquía como una institución superior, incuestionable, permanente y al margen de cualquier decisión política. Constituía un poder moderador que debía ejercer como árbitro en la vida política y garantizar el buen entendimiento y la alternancia entre los partidos políticos. Por ello, se establecía la soberanía compartida y se concedían amplios poderes al monarca: derecho de veto, nombramiento de ministros y potestad de convocar las Cortes, suspenderlas o disolverlas sin contar con el gobierno.

Las Cortes eran bicamerales y estaban formadas por el Senado y el Congreso de los Diputados, este último de carácter electivo. La Constitución no fijaba el tipo de sufragio, pero una ley de 1878 estableció el voto censitario, limitado a los mayores contribuyentes. Sin embargo, en 1890, cuando estaba en el poder el partido liberal, se aprobó el sufragio universal masculino. En el Senado, la mitad de los senadores lo eran por derecho propio o vitalicio, lo que daba opción al rey y al gobierno a nombrar directamente a los senadores.

La Constitución también proclamaba la confesionalidad católica del Estado, aunque toleraba otras creencias siempre que no se hiciese manifestación pública de ellas. En consecuencia, se restableció el presupuesto del culto y clero para financiar a la Iglesia. Asimismo, el nuevo texto constitucional contaba con una prolija declaración de derechos, pero su concreción se remitía a leyes ordinarias posteriores que, en general, tendieron a restringirlos, especialmente los derechos de imprenta, expresión, asociación y reunión.

Bipartidismo y turno pacífico

Antonio Cánovas del Castillo introdujo un sistema de gobierno basado en el bipartidismo y en la alternancia en el poder de los dos grandes partidos dinásticos, el conservador y el liberal, que renunciaban a los pronunciamientos como mecanismo para acceder al gobierno. Se aceptaba, por tanto, que habría un turno pacífico de partidos que aseguraría la estabilidad institucional mediante la participación en el poder de las dos familias del liberalismo y pondría fin a la intervención del ejército en la vida política.

El ejército, que constituía uno de los grandes pilares del régimen, quedó subordinado al poder civil. Así, una Real Orden de 1875 estableció que la misión del ejército era defender la independencia nacional y que no debía intervenir en las contiendas de los partidos. Como contrapartida se otorgaba a los militares una cierta autonomía para sus asuntos internos y se dotaba al ejército de un elevado presupuesto. De este modo, el turno pacífico eliminó del panorama político de la Restauración el problema de los pronunciamientos y el protagonismo de la presencia militar en los partidos y en la vida política española, que habían caracterizado la época de Isabel II.

1.2. El fin de los conflictos bélicos

La estabilidad del régimen se vio favorecida por el fin de las guerras carlista y cubana. La Restauración borbónica privó a la causa carlista de una buena parte de su hipotética legitimidad y algunos personajes del carlismo acabaron reconociendo a Alfonso XII. Además, el esfuerzo militar del gobierno a lo largo de 1875 hizo posible la reducción de los núcleos carlistas en Cataluña, a pesar de que habían conseguido algunos éxitos militares en las batallas de Alpens y Castellfollit. La intervención del ejército al mando de Martínez Campos forzó finalmente la rendición de los carlistas en Cataluña, Aragón y Valencia. Sin embargo, el conflicto continuó unos meses más en el País Vasco y Navarra, donde fue trasladada la mayor parte del ejército gubernamental, que consiguió debilitar la resistencia navarra y vasca hasta su total rendición en 1876. En febrero de ese mismo año, Carlos VII cruzó la frontera francesa hacia el exilio y la guerra se dio por finalizada en todo el territorio. // La consecuencia inmediata de la derrota carlista fue la abolición definitiva del régimen foral. De este modo, los territorios vascos quedaron sujetos al pago de los impuestos y al servicio militar, comunes a todo el Estado. Sin embargo, en 1878, se estipuló un sistema de conciertos económicos que otorgaba un cierto grado de autonomía fiscal a las Provincias Vascas, en virtud de la cual estas pagarían anualmente a la administración central una determinada cantidad recaudada directamente por las Diputaciones Provinciales. // El final de la guerra carlista permitió acabar más fácilmente con la insurrección cubana (Guerra de los Diez Años, 1868-1878). Como resultado de la actuación militar y de la negociación con los insurrectos, en 1878 se firmó la Paz de Zanjón. En ella se incluía una amplia amnistía, la abolición de la esclavitud (aprobada en 1888) y la promesa de reformas políticas y administrativas por las que Cuba tendría representantes en las Cortes españolas. El retraso o incumplimiento de estas reformas provocaría el inicio de un nuevo conflicto en 1879 (Guerra Chiquita) y la posterior insurrección de 1895.

2.1. Los partidos dinásticos

Cánovas había sido el principal dirigente del Partido Alfonsino, que durante el Sexenio Democrático había defendido la restauración monárquica. Tras el regreso de Alfonso XII lo transformó en el Partido Liberal-Conservador, que aglutinaba a los grupos políticos más conservadores (a excepción de los carlistas y los integristas) y que acabó llamándose simplemente Partido Conservador. El proyecto bipartidista de Cánovas requería otro partido de carácter más progresista, la llamada izquierda dinástica, y el mismo propuso a Sagasta su formación. De un acuerdo entre progresistas, unionistas y algunos republicanos moderados nació el Partido Liberal-Fusionista, más tarde conocido como Partido Liberal. A ambos partidos les correspondía la tarea de aunar a los diferentes grupos y facciones, con el único requisito de aceptar la monarquía alfonsina y la alternancia en el poder. Por este motivo, se les conocía como partidos dinásticos.

Conservadores y liberales coincidían ideológicamente en lo fundamental, pero diferían en algunos aspectos y asumían de manera consensuada dos papeles complementarios. Ambos defendían la monarquía, la Constitución, la propiedad privada y la consolidación del Estado liberal, unitario y centralista. Su extracción social era bastante homogénea y se nutrían principalmente de las élites económicas y de la clase media acomodada. Eran partidos de minorías, de notables, que contaban con periódicos, centros y comités distribuidos por el territorio español.

En cuanto a su actuación política, las diferencias eran escasas. Los conservadores se mostraban más proclives al inmovilismo político, proponían un sufragio censitario y la defensa de la Iglesia y del orden social. Los liberales defendían el sufragio universal masculino y estaban más inclinados a un reformismo social de carácter más progresista y laico. Pero, en la práctica, la actuación de ambos partidos en el poder no difería en lo esencial, al existir un acuerdo tácito de no promulgar nunca una ley que forzase al otro partido a derogarla cuando regresase al gobierno.

La alternancia regular en el poder entre estas dos grandes opciones dinásticas (turno pacífico) tenía como objetivo asegurar la estabilidad institucional. El turno en el poder quedaba garantizado porque el sistema electoral invertía los términos propios del sistema parlamentario. De este modo, cuando el partido en el gobierno sufría un proceso de desgaste político y perdía la confianza de las Cortes, el monarca llamaba al jefe del partido de la oposición a formar gobierno. Entonces, el nuevo jefe de gabinete convocaba elecciones con el objetivo de conseguir el número de diputados suficiente para formar una mayoría parlamentaria que le permitiese gobernar.

2.2. Falseamiento electoral y caciquismo

El sistema del turno pacífico pudo mantenerse durante más de veinte años gracias a la corrupción electoral y a la utilización de la influencia y poder económico de determinados individuos sobre la sociedad (caciques). El caciquismo fue un fenómeno que se dio en toda España, aunque alcanzó su máximo desarrollo en Andalucía, Galicia y Castilla.

La adulteración del voto constituyó una práctica habitual en todas las elecciones, que se logró mediante el restablecimiento del sufragio censitario, un trato más favorable a los distritos rurales frente a los urbanos y, sobre todo, por la manipulación y las trampas electorales. El triunfo del partido que convocaba las elecciones porque había sido requerido para formar gobierno era convenido previamente, y se conseguía gracias al falseamiento de los resultados. De este modo, el triunfo electoral permitía la creación de una amplia mayoría parlamentaria al partido gobernante.

Los caciques eran personas notables, sobre todo del medio rural, a menudo ricos propietarios que daban trabajo a jornaleros y que tenían una gran influencia en la vida local, tanto en lo social como en lo político. También podían ser abogados, profesionales de prestigio o funcionarios de la Administración, que controlaban los ayuntamientos, hacían informes y certificados personales, dirigían el sorteo de las quintas, proponían el reparto de las contribuciones y podían resolver o complicar los trámites burocráticos y administrativos. Con su influencia, los caciques orientaban la dirección del voto, agradeciendo con sus “favores” la fidelidad electoral y discriminando a los que no respetaban sus intereses.

Los caciques manipularon las elecciones continuamente de acuerdo con las autoridades, especialmente los gobernadores civiles de las provincias. El conjunto de trampas electorales que ayudaba a conseguir la sistemática adulteración de los resultados electorales se conoce como pucherazo. Para conseguir la elección del candidato gubernamental, no se dudaba en falsificar el censo -incluyendo a personas muertas o impidiendo votar a las vivas-, manipular las actas electorales, ejercer la compra de votos, amenazar al electorado con coacciones de todo tipo e incluso emplear la violencia para atemorizar a los contrarios.

2.3. El desarrollo del turno de partidos

A lo largo del período que transcurrió entre 1876 y 1898, el turno funcionó con regularidad: de todas las elecciones realizadas, seis fueron ganadas por los conservadores y cuatro por los liberales. Aunque la alternancia pasó por momentos difíciles, la primera crisis del sistema sobrevino como consecuencia del impacto del desastre de 1898, que erosionó a los políticos y a los partidos dinásticos.

El Partido Conservador se mantuvo en el gobierno desde 1875 hasta 1881, cuando Sagasta formó un primer gobierno liberal que introdujo el sufragio universal masculino para los comicios municipales (1882). En 1884, Cánovas volvió al poder, pero el temor a una posible desestabilización del sistema político tras la muerte del rey Alfonso XII (1885), impulsó un acuerdo entre conservadores y liberales, el llamado Pacto del Pardo. Su finalidad era dar apoyo a la regencia de María Cristina y garantizar la continuidad de la monarquía ante las fuertes presiones de carlistas y republicanos.

Bajo la regencia, el Partido Liberal gobernó más tiempo que el Conservador. Durante el llamado gobierno largo de Sagasta, que se extendió entre 1885 y 1890, los liberales impulsaron una importante obra reformista para incorporar al sistema algunos derechos asociados a los ideales de la Revolución del 68. De este modo se aprobó la Ley de Asociaciones (1887), que eliminó la distinción entre partidos legales e ilegales y permitió la entrada en el juego político a las fuerzas opositoras, se abolió la esclavitud (1888), se introdujo la celebración de juicios por jurados, se impulsó un nuevo Código Civil (1889) y se llevaron a cabo reformas hacendísticas y militares.

Pero la reforma de mayor trascendencia fue sin duda la implantación del sufragio universal masculino en las elecciones generales (1890). De esta manera, el censo electoral se amplió de 800.000 hombres a cerca de 5.000.000, al tener derecho a voto todos los varones mayores de 25 años. Sin embargo, la universalización del sufragio quedó desvirtuada por la continuidad de los viejos mecanismos de fraude y corrupción electoral, que imposibilitaron una verdadera democratización del sistema.

En la última década del siglo se mantuvo el turno pacífico de partidos: en 1890, los conservadores volvieron al poder, en 1892 regresaron los liberales, y en 1895, Cánovas asumió la presidencia del gobierno hasta 1897, fecha de su asesinato. Sin embargo, el personalismo del sistema deterioró a los partidos, que dependían excesivamente de la personalidad de sus líderes, provocando disidencias internas y la descomposición de ambos partidos. En el Partido Liberal surgieron personajes como Germán Gamazo y Antonio Maura, que provocaron la aparición de facciones y la desorganización del partido. En cuanto a los conservadores, destacó la disidencia de los reformistas de Francisco Silvela, que consiguió aglutinar a las diferentes facciones tras la muerte de Cánovas.