El Reinado de Carlos IV y la Guerra de la Independencia
El reinado de Carlos IV, que comenzó en 1788 y culminó en 1808, estuvo marcado por una serie de eventos que debilitaron la monarquía española y prepararon el terreno para la Guerra de la Independencia. El siglo XVIII en España estuvo dominado por la Ilustración, que impulsó importantes reformas y cambios sociales. No obstante, Carlos IV, al ascender al trono, se encontró con un contexto internacional complicado, con la Revolución Francesa sacudiendo los cimientos del Antiguo Régimen en Europa y una Europa en guerra.
Carlos IV, bajo la influencia de su valido Manuel Godoy, adoptó políticas que favorecieron la alianza con Francia. Esto se materializó en el Tratado de San Ildefonso (1796), que renovaba los Pactos de Familia con Francia y comprometería a España a entrar en la guerra contra Inglaterra. En este período, España sufrió las consecuencias de esa alianza, con la intervención de Francia en los asuntos internos y externos del país. La política de Godoy, que impulsó reformas moderadas, pero también favoreció a la nobleza y el clero, provocó el descontento de sectores populares y la aristocracia, creando un clima de inestabilidad política.
La situación se tensó aún más con la invasión de España por parte de las tropas napoleónicas en 1808. En un contexto de debilidad y desorden interno, el ejército francés, inicialmente con el objetivo de invadir Portugal, acabó invadiendo también España. Tras los motines de Aranjuez, que obligaron a Carlos IV a abdicar en su hijo Fernando VII, y la consiguiente renuncia de ambos monarcas bajo presión de Napoleón en las Abdicaciones de Bayona, España quedó bajo el control de José Bonaparte, hermano de Napoleón, quien fue impuesto como rey. Este acontecimiento dio origen a la Guerra de la Independencia, que se desarrolló entre 1808 y 1813.
La guerra fue una lucha por la restauración del trono de Fernando VII y la expulsión de los franceses, pero también significó un conflicto político interno, en el que se consolidó la lucha entre el absolutismo monárquico y los ideales liberales. Durante este tiempo, surgieron las Juntas de Defensa y las Cortes de Cádiz, donde se comenzaron a gestar las bases de una nueva constitución. La lucha en el campo de batalla estuvo acompañada de un fuerte componente ideológico y de una resistencia popular que desempeñó un papel clave en la resistencia al invasor. Las victorias, como la Batalla de Bailén en 1808, la recuperación de Madrid en 1812, y la derrota final de los franceses en la Batalla de Vitoria en 1813, fueron hitos cruciales en la Guerra de la Independencia, que culminó con la expulsión definitiva de las tropas napoleónicas y la restauración de Fernando VII en 1814. Sin embargo, las secuelas de la guerra dejaron un país devastado, con una fuerte polarización social y política.
Las Cortes de Cádiz y la Constitución de 1812
En 1810, en medio de la Guerra de la Independencia, las autoridades españolas se vieron obligadas a trasladar la sede del gobierno a Cádiz, donde se formaron las Cortes de Cádiz, compuestas por diputados de las distintas regiones del país, incluidas las colonias americanas. Este fue un paso fundamental para la constitución de un nuevo orden político y social en España, ya que el proceso de las Cortes representó el primer intento de crear una constitución democrática en el país.
En 1812, las Cortes de Cádiz aprobaron la Constitución de 1812, conocida popularmente como “La Pepa”. Esta constitución fue una de las más avanzadas de su época y representó el primer intento serio de implantar un sistema liberal en España. Se basó en los principios del liberalismo y la Ilustración, y estableció un sistema de soberanía nacional, que indicaba que la soberanía residía en el pueblo y no en el rey. También instituyó la división de poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, para evitar la concentración del poder en una sola persona. Además, la Constitución de 1812 garantizaba una serie de derechos fundamentales, como la libertad de prensa, la igualdad ante la ley, y la eliminación de los privilegios del clero y la nobleza, estableciendo la supresión de los señoríos y el feudalismo.
A nivel político, la constitución planteaba la creación de un sistema parlamentario con un gobierno responsable ante las Cortes, con un sufragio universal masculino indirecto. Se promovió la secularización de la sociedad y la creación de un Estado moderno basado en los principios liberales. También se abolió la Inquisición y se estableció la libertad de cultos, aunque España mantenía el catolicismo como religión oficial. Sin embargo, la implementación de la Constitución de 1812 fue limitada, dado que la guerra continuaba y las Cortes no lograron consolidar su poder por completo en todo el territorio nacional.
El regreso de Fernando VII al trono en 1814 tras la derrota de Napoleón significó el fin de la vigencia de la Constitución de 1812. El monarca, al recuperar el trono, derogó la constitución, restauró el absolutismo y desmanteló las reformas liberales impulsadas durante la guerra. Este hecho dio lugar a una intensa polarización política en España entre liberales y absolutistas, lo que marcó los primeros años del reinado de Fernando VII.
El Reinado de Fernando VII y la Cuestión Sucesoria
El reinado de Fernando VII fue uno de los períodos más tumultuosos de la historia de España. Tras su restauración en 1814, el monarca procedió a desmantelar las reformas liberales de las Cortes de Cádiz y a restablecer el absolutismo, instaurando un régimen autoritario que suscitó el rechazo de muchos sectores de la sociedad, especialmente de los liberales, que deseaban la implantación de un sistema constitucional. La política represiva del monarca, conocida como la “Década Ominosa” (1823-1833), se caracterizó por la represión de los liberales, las persecuciones políticas y la anulación de los avances conseguidos en los años anteriores.
Sin embargo, las tensiones políticas se incrementaron con la cuestión sucesoria, que surgió a raíz de la promulgación de la Pragmática Sanción en 1830, que derogó la ley sálica y permitió que la hija de Fernando VII, Isabel II, heredara el trono. Esta decisión provocó la reacción de su hermano,
Carlos María Isidro, quien reclamó su derecho al trono y se convirtió en el líder de los carlistas, un movimiento absolutista que defendía los derechos del hermano del rey y se oponía a la monarquía de Isabel. Este conflicto dio lugar a la Primera Guerra Carlista (1833-1839), un enfrentamiento civil entre los partidarios de Isabel II y los carlistas, que se dividieron entre los liberales, que apoyaban la hija de Fernando VII, y los absolutistas, que defendían a Carlos.
Este conflicto de dinastías y visiones políticas tuvo repercusiones importantes para la historia de España. El ascenso al trono de Isabel II se vio marcado por la guerra civil, la inestabilidad política y una lucha constante por la consolidación de un sistema político. La victoria de los isabelinos en 1839 consolidó el reinado de Isabel II, pero también marcó el inicio de una era de conflictos internos y luchas entre facciones políticas, lo que dificultó la construcción de un sistema político estable y la implantación definitiva de las reformas liberales.
El Proceso de Independencia de las Colonias Americanas y el Legado Español en América
Entre 1810 y 1824, España experimentó la pérdida casi total de sus colonias en América, un proceso que estuvo profundamente marcado por una serie de factores internos y externos. La invasión napoleónica a España y la crisis política resultante fueron factores cruciales en el debilitamiento de la autoridad española sobre sus territorios coloniales. A medida que España se sumergía en la Guerra de la Independencia, los movimientos independentistas comenzaron a crecer en las colonias americanas, que estaban influenciadas por los ideales de la Revolución Francesa, así como por las revoluciones en Estados Unidos y en otras partes del continente.
En 1810, comenzaron a surgir revueltas y movimientos en diversas partes de América Latina, que buscaban la independencia de España. Las primeras revoluciones en lugares como Venezuela, Argentina y México marcaron el comienzo de un largo proceso de lucha. Líderes como Simón Bolívar, José de San Martín, Miguel Hidalgo y José María Morelos jugaron papeles fundamentales en la independencia
de los países latinoamericanos. Bolívar, por ejemplo, fue fundamental en la independencia de Venezuela, Colombia, Ecuador y Perú, y en la creación de la Gran Colombia, que aspiraba a unificar a los países recién independizados. En México, la lucha comenzó con el “Grito de Dolores” de Miguel Hidalgo en 1810 y culminó con la independencia en 1821.
La independencia de las colonias españolas fue un proceso complejo, con luchas armadas, conflictos internos y dificultades políticas. España intentó sofocar estas rebeliones, pero la falta de recursos y la guerra en Europa hicieron que fuera cada vez más difícil mantener el control de las colonias. En 1824, con la independencia de Perú, la mayor parte de las colonias españolas en América se habían independizado, poniendo fin al Imperio colonial español en el continente.
El legado español en América perduró en muchos aspectos: la lengua española se consolidó como el idioma dominante, las estructuras políticas e institucionales, aunque reformadas, conservaron ciertas influencias del sistema colonial. La religión católica también siguió siendo una piedra angular de las sociedades latinoamericanas. No obstante, la independencia supuso un cambio radical en la política y en la organización territorial, y las nuevas naciones enfrentaron enormes retos para consolidar su soberanía, definir sus identidades nacionales y resolver sus problemas económicos y sociales.
Isabel II: El Reinado Efectivo. Los Grupos Políticos y las Constituciones
Con la llegada al poder de Isabel II (1843-1868), la política española fue testigo de la alternancia de poder entre los liberales moderados, progresistas y la Unión Liberal. En un entorno de inestabilidad, el ejército se convirtió en un actor clave en la política, utilizando golpes de Estado para cambiar de gobierno. Durante este periodo, se produjeron varias reformas constitucionales.
El reinado efectivo comenzó con la Década Moderada (1844-1854), donde los moderados, apoyados por la Reina y bajo el liderazgo de Narváez, promulgó una nueva Constitución en 1845 que establecía una soberanía compartida entre la Reina y las Cortes, limitaba los derechos
individuales y mantenía un Estado confesional católico. Durante este periodo, se aprobaron leyes que favorecieron la centralización del poder, como la creación de la Guardia Civil en 1844 y el Concordato de 1851 con la Iglesia. Sin embargo, las tensiones con los carlistas provocaron la Segunda Guerra Carlista (1846-1849), aunque el conflicto se resolvió con la victoria isabelina.
En 1854, el Bienio Progresista (1854-1856) representó un intento de reformas liberales, impulsadas por el golpe de Estado conocido como la Vicalvarada, liderado por O’Donnell. Durante este tiempo, se promovieron reformas significativas como nuevas desamortizaciones, la creación del Banco de España, y la Ley de Ferrocarriles de 1855. Sin embargo, el clima de crisis económica y social, sumado a la falta de apoyo de la Reina, hizo que estas reformas no lograran consolidarse.
En 1856, O’Donnell formó la Unión Liberal, un partido que intentó unificar a los progresistas y moderados. A pesar de algunos avances, la inestabilidad política continuó, y el clima de crisis se agravó en la década de 1860. La situación empeoró con el gobierno autoritario de los generales Narváez y O’Donnell, quienes gobernaron sin un sufragio general, y la crisis económica agravó los problemas sociales.
La represión de las revueltas estudiantiles en 1865 y la insurrección militar de 1866 reflejaron un descontento generalizado. La crisis política culminó en la década de 1860, llevando a un ambiente de polarización política.
El Sexenio Revolucionario: La Constitución de 1869. Gobierno Provisional. Reinado de Amadeo de Saboya y Primera República
El Sexenio Revolucionario (1868-1874) representó un periodo de importantes transformaciones políticas en España, desde la caída de Isabel II hasta la restauración borbónica. En 1868, la Revolución Gloriosa destronó a Isabel II, quien perdió el apoyo tanto de la política, como de los militares y la sociedad, que se oponían a su gobierno autoritario y corrupto. Tras el Pacto de Ostende de 1866, en el que se acordó destronar a Isabel, se produjo un pronunciamiento militar en Cádiz en 1868, respaldado por Prim y Serrano, que culminó con la derrota de las tropas
realistas en la Batalla de Alcolea.
El nuevo gobierno provisional formado por Prim y Serrano convocó elecciones a Cortes Constituyentes mediante sufragio universal masculino. En 1869, se aprobó la Constitución de 1869, considerada la más democrática hasta esa fecha. Establecía una monarquía constitucional democrática, con un sistema de soberanía nacional, sufragio universal y la ampliación de derechos civiles y libertades.
El problema más importante fue la elección de un nuevo monarca, ya que no debía ser de la familia Borbón. Tras diversas negociaciones, el Rey Amadeo de Saboya fue elegido por las Cortes el 16 de noviembre de 1870, pero su reinado estuvo marcado por la inestabilidad política, la oposición de los carlistas, los republicanos y otros sectores. Además, la muerte de su principal apoyo, Prim, lo dejó vulnerable ante la oposición interna y las dificultades externas.
El reinado de Amadeo (1871-1873) fue corto y complicado. Enfrentó numerosas rebeliones, entre ellas la Tercera Guerra Carlista y las tensiones sociales internas, como los movimientos republicanos y la resistencia de los independentistas cubanos. A pesar de sus esfuerzos por estabilizar la situación, las luchas políticas y la falta de apoyo popular lo llevaron a abdicar el 11 de febrero de 1873.
La Primera República Española fue proclamada por las Cortes el mismo día de la abdicación de Amadeo. Fue un periodo caracterizado por crisis constantes, con gobiernos inestables y tensiones sociales, como las sublevaciones cantonales. La represión de los cantonalistas y las guerras carlistas contribuyeron a la caída de la República, y en 1874, el golpe de estado del general Pavía disolvió las Cortes, poniendo fin a la Primera República y dando paso a la Restauración Borbónica con Alfonso XII.
El Sistema Canovista: La Constitución de 1876 y el Turno de Partidos. La Oposición al Sistema
En 1874, tras el golpe de Estado de Pavía y la instauración de la dictadura de Serrano, Cánovas del Castillo promovió la restauración de la monarquía borbónica con el apoyo de las élites, el ejército y la Iglesia. Alfonso XII, exiliado, firmó el Manifiesto de Sandhurst en diciembre de 1874, comprometiéndose a instaurar una monarquía constitucional. El 29 de diciembre, Martínez Campos proclamó a Alfonso XII rey, dando inicio a la Restauración. Este periodo, que abarcó el reinado de Alfonso XII (1875-1885) y la regencia de María Cristina (1885-1902), se caracterizó por la estabilidad política y el fin del carlismo, gracias a la creación de la Constitución de 1876.
La Constitución de 1876, que estuvo en vigor hasta 1923, establecía un sistema parlamentario con un monarca moderador. El rey compartía la soberanía con las Cortes y tenía facultades para disolverlas y convocarlas. Además, España se declaraba un Estado confesional católico, pero con libertad religiosa en lo privado. Cánovas, para pacificar el país, alejó a los militares de la política, aunque mantuvo una fuerte influencia en las misiones militares en la Guerra Carlista y en la guerra de Cuba.
Cánovas instauró el sistema de alternancia entre el Partido Conservador y el Partido Liberal, buscando evitar golpes de Estado. Este turno de partidos comenzó en 1878 y se caracterizó por el fraude electoral y el caciquismo, donde los caciques manipulaban los resultados. La política de alternancia garantizó estabilidad y la continuidad del sistema canovista hasta la muerte de Alfonso XII en 1885. Tras la muerte del rey, se pactó el Pacto de El Pardo entre Cánovas y Sagasta, que garantizó la regencia de María Cristina y la consolidación del sistema.
Los gobiernos de Sagasta (1885-1887 y 1887-1889) realizaron reformas como la libertad de cátedra y prensa, el sufragio universal masculino y la abolición definitiva de la esclavitud. Sin embargo, el sistema de turnismo fue cada vez más cuestionado, especialmente por los movimientos políticos y sociales, como el obrero y el regionalista, que fueron excluidos del poder.
Las Guerras de Cuba, el Conflicto Bélico contra Estados Unidos y la Crisis de 1898
A finales del siglo XIX, las Guerras de Ultramar marcaron el fin del imperio colonial español. La pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas fue el resultado de las tensiones internas y externas. Mientras los partidos dinásticos apoyaban las guerras coloniales, los movimientos obreros rechazaban el conflicto. Las causas de la guerra fueron la falta de apoyo internacional para España y la intervención de Estados Unidos, que apoyaba a los movimientos independentistas. Además, la oligarquía colonial cubana quería mayor autonomía, lo que llevó a la rebelión de las clases populares.
La Primera Guerra de Cuba (1868-1878), conocida como la Guerra de Independencia de Cuba, fue un conflicto largo que terminó con la Paz de Zanjón, que prometía autonomía a Cuba. Sin embargo, las promesas no se cumplieron, lo que originó la Segunda Guerra de Cuba (1879-1880), y finalmente la Tercera Guerra de Cuba (1895-1898), que comenzó con el Grito de Baire encabezado por José Martí. Este conflicto se intensificó cuando Estados Unidos intervino, alegando la protección de sus intereses en Cuba. En 1898, el acorazado “Maine” explotó en el puerto de La Habana, lo que sirvió como pretexto para que Estados Unidos declarara la guerra a España. La derrota española fue clara, y en el Tratado de París (1898), España reconoció la independencia de Cuba y cedió Filipinas, Puerto Rico y Guam a Estados Unidos. Este tratado liquidó el imperio colonial español y dejó a España sin colonias. La derrota también provocó un profundo impacto político y social, llevando a la crisis del sistema canovista. El desencanto con la monarquía y el sistema político se tradujo en un fuerte sentimiento regeneracionista, impulsado por intelectuales y políticos como Joaquín Costa, que exigían reformas profundas en el país. Las consecuencias económicas fueron graves, ya que España perdió importantes fuentes de materias primas y mercados comerciales. A nivel político, el país perdió influencia internacional y, para recuperar prestigio, se orientó hacia el colonialismo en el norte de África. La crisis de 1898 también mostró el agotamiento del sistema de alternancia, y la creciente impopularidad del ejército por su incapacidad de defender los intereses nacionales.
La Evolución de la Población y de las Ciudades: De la Sociedad Estamental a la Sociedad de Clases
En el siglo XIX, España experimentó un crecimiento demográfico lento debido a un modelo de alta natalidad y mortalidad, característico de un sistema antiguo que afectó el desarrollo económico y social. Las principales causas de alta mortalidad eran el atraso en la agricultura, malas cosechas, guerras, crisis de subsistencia, epidemias y elevada mortalidad infantil. Solo Cataluña comenzó a transitar hacia un modelo demográfico más moderno.
Las crisis de subsistencia, epidemias como el cólera y la sífilis, y las guerras, como las carlistas y las coloniales, empeoraron la situación. La emigración a América y África fue una respuesta a esta crisis, especialmente a países como Argentina, Venezuela y Marruecos. El éxodo rural, impulsado por la revolución agrícola e industrial, promovió el crecimiento de ciudades como Barcelona y Madrid, que se transformaron con la destrucción de murallas medievales y la construcción de barrios periféricos.
Aunque las ciudades crecían, España seguía siendo un país rural, con solo el 32% de la población en áreas urbanas. Las ciudades más pobladas estaban en la periferia, y Madrid fue la única del centro peninsular que aumentó su población. Las condiciones de vida urbanas eran malas, con hacinamiento y falta de servicios básicos, lo que generó problemas de salud pública y criminalidad.
En el ámbito social, el ejército se destacó como la única institución capaz de mantener el orden. La aristocracia continuó dominando económicamente, mientras que la burguesía comenzó a fusionarse con ella. Aunque el liberalismo abogaba por la igualdad ante la ley, mantenía diferencias en propiedad y sufragio. La clase media emergente contrastaba con los pobres, como los proletarios urbanos y campesinos, cuyas condiciones de vida eran precarias.
Desamortizaciones: La España Rural del Siglo XIX, Industrialización, Comercio y Comunicaciones
Las desamortizaciones fueron procesos de expropiación de bienes de la Iglesia y otras propiedades de la nobleza y el clero, con el objetivo de modernizar el país y mejorar la estructura económica. Comenzaron con Carlos III y se intensificaron durante los gobiernos de Mendizábal y Madoz. Mendizábal, en 1836, desamortizó los bienes eclesiásticos para financiar la guerra carlista y reducir la deuda pública. Madoz, en 1855, aplicó la desamortización de los bienes comunales y colectivos, buscando impulsar la industrialización y la construcción de infraestructuras como el ferrocarril.
Las desamortizaciones trajeron consigo el aumento de la productividad agrícola, pero no cambiaron sustancialmente la estructura de la propiedad, con predominio del latifundismo en el sur y el minifundismo en el norte. La falta de un proyecto nacional de industrialización, sumada a la inestabilidad política, la pérdida de las colonias americanas y la falta de infraestructura, impidieron un desarrollo económico más sólido. La agricultura, aunque fundamental, no impulsó la economía de manera significativa.
En el ámbito industrial, sectores como la industria textil en Cataluña y la minería en Asturias y Vizcaya comenzaron a desarrollarse. Sin embargo, la Revolución Industrial en España fue limitada debido a la falta de recursos y capitales. La construcción de una red de ferrocarriles, impulsada por la Ley de Ferrocarriles de 1855, fue parcial y dependió de inversiones extranjeras. La infraestructura ferroviaria tenía un diseño radial que dificultó las conexiones con Europa.
El comercio exterior se centró en la exportación de materias primas, y la política económica fue proteccionista, en beneficio de sectores industriales locales. Además, la creación del Banco de España en 1856 permitió consolidar el sistema financiero, aunque la falta de bancos privados hasta esa fecha dificultó el desarrollo económico.
La Crisis de la Restauración: Intentos Regeneradores y Oposición al Régimen
El reinado de Alfonso XIII abarcó dos periodos cruciales: la crisis del sistema de la Restauración hasta 1923 y la Dictadura de Primo de Rivera, que duró hasta 1930. Su ascenso al trono en 1902 representaba el deseo de continuar con el sistema político instaurado en 1875 por Cánovas del Castillo, basado en la alternancia de poder entre los dos grandes partidos, el Partido Liberal y el Partido Conservador, conocidos como el turno pacífico. Sin embargo, el reinado de Alfonso XIII estuvo marcado por una creciente inestabilidad política y social.
Desde los primeros años de su reinado, Alfonso XIII ejerció una notable influencia en los asuntos políticos, aprovechando la soberanía compartida que la Constitución de 1876 otorgaba al rey y al parlamento. Su interferencia en la política fue significativa, lo que contribuyó a la debilidad de los gobiernos del turno. La inestabilidad política se agravó con la crisis de liderazgo tanto en el Partido Conservador, con Antonio Maura como su máximo exponente, como en el Partido Liberal, donde José Canalejas era el líder principal.
Durante la primera década del reinado, se intentaron reformas regeneradoras, conocidas como “revisionismo”, que buscaban modernizar y mejorar el sistema político sin cambiar sus fundamentos. En 1903, Maura, líder del Partido Conservador, promovió un programa de reformas que incluía una “revolución desde arriba”, con la que pretendía modernizar España. Entre las reformas más destacadas de su gobierno se encuentran la creación de una flota de guerra para revitalizar el prestigio internacional de España, la instauración de una jornada laboral semanal de descanso para los trabajadores, y la promulgación de la Ley de Reforma Electoral en 1907, que pretendía dificultar el fraude electoral. También se aprobó la Ley de Administración Local, que ofrecía mayor autonomía a los ayuntamientos y diputaciones, lo que fue bien recibido por los nacionalistas.
Sin embargo, los intentos de reforma no lograron sofocar las tensiones sociales y políticas. En 1909, estalló la Semana Trágica en Barcelona, impulsada por la guerra en Marruecos, un conflicto que causaba gran rechazo popular debido a la llamada a filas de los reservistas. Las protestas fueron violentas, se construyeron barricadas y se produjeron ataques contra símbolos de la autoridad y la Iglesia. La ejecución de Francisco Ferrer Guardia, un destacado anarquista, provocó una oleada de indignación tanto en España como en el extranjero. Esta crisis llevó a la dimisión de Maura, y el Partido Liberal, bajo la presidencia de José Canalejas, asumió el poder.
Canalejas impulsó un ambicioso programa de reformas que incluía la promoción de una economía más moderna, la descentralización del Estado (como la Ley de Mancomunidades de 1911, que otorgaba a Cataluña un principio de autonomía), la Ley Candado (que limitaba la libertad de las congregaciones religiosas) y una renegociación del Concordato con la Iglesia. A pesar de estos esfuerzos reformistas, la situación política seguía siendo muy inestable, marcada por el crecimiento de partidos republicanos, socialistas, anarcosindicalistas y nacionalistas. Durante las elecciones de 1910, el PSOE logró un escaño por primera vez en el parlamento, y el Partido Republicano Radical, dirigido por Lerroux, también comenzó a ganar terreno.
El Impacto de los Acontecimientos Internacionales: Marruecos, la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa
A nivel internacional, España vivió una serie de eventos que influyeron decisivamente en su política interna. La Conferencia de Algeciras en 1906 reconoció la posición de España sobre Ceuta y Melilla, lo que le permitió recuperar prestigio internacional tras el desastre de 1898. La región del Rif en Marruecos, de difícil acceso y sin recursos explotables, se convirtió en un objetivo colonial importante para España. En 1912, España obtuvo un protectorado sobre Marruecos, lo que intensificó la resistencia de las poblaciones rifeñas, que se rebelaron contra la presencia colonial.
La situación en Marruecos empeoró con el desastre de Annual en 1921, cuando las tropas españolas fueron derrotadas por los rifeños. Este revés militar dejó un fuerte impacto en la política española, ya que se generó un clamor popular exigiendo responsabilidades. Como resultado, se encargó al coronel Picasso la elaboración de un informe sobre los hechos, lo que desató una crisis política que afectó profundamente al gobierno.
En el ámbito internacional, España se mantuvo neutral durante la Primera Guerra Mundial (1914-1918), lo que permitió a la economía española prosperar debido a la provisión de suministros a las potencias beligerantes. Sin embargo, el fin de la guerra trajo consigo serias consecuencias económicas: la inflación aumentó, se produjeron quiebras empresariales y el desempleo creció, lo que empeoró la situación de las clases populares. La oligarquía, por su parte, se benefició enormemente de la guerra, lo que profundizó las desigualdades sociales.
Al mismo tiempo, la Revolución Rusa de 1917 tuvo un fuerte impacto en Europa y también en España. El ejemplo de los bolcheviques inspiró a los movimientos republicanos, socialistas y obreros españoles, que comenzaron a radicalizarse. Las tensiones sociales se incrementaron, y en 1917 se produjeron una serie de crisis: la crisis militar (debido a las condiciones de los soldados y la corrupción del sistema), la crisis política (con la protesta contra el fraude electoral y la falta de reformas), y la crisis social (marcada por huelgas y manifestaciones populares). El gobierno respondió con represión, pero las tensiones siguieron creciendo, lo que preparó el terreno para el colapso del sistema de la Restauración.
La Dictadura de Primo de Rivera. El Final del Reinado de Alfonso XIII
El desastre de Annual y la crisis del sistema político de la Restauración llevaron a la intervención militar en la política española. El 13 de septiembre de 1923, el general Miguel Primo de Rivera dio un golpe de Estado, respaldado por Alfonso XIII, un sector del ejército y el empresariado catalán. El golpe fue recibido con cierto alivio por parte de muchos, ya que la inestabilidad política del turno de partidos parecía haber llevado a la monarquía al borde del colapso.
Primo de Rivera, quien se presentó como un salvador del orden y la estabilidad, suspendió la Constitución de 1876, disolvió las Cortes y prohibió los partidos políticos. La dictadura militar fue presentada como una respuesta a la crisis política y social que vivía el país, y su duración fue favorecida por el contexto de paz en Marruecos, donde se logró un relativo éxito militar con la derrota de Abd-el-Krim, líder rifeño, en la operación conjunta hispano-francesa de 1925 (Desembarco de Alhucemas).
Entre 1923 y 1925, se estableció el Directorio Militar, un gobierno formado exclusivamente por militares. Durante esta etapa, se llevaron a cabo reformas que afectaron a la estructura política y social del país. A pesar de las primeras mejoras económicas y la estabilización política, la dictadura se enfrentó a la creciente oposición de fuerzas políticas, sindicales y sociales, que rechazaban la falta de democracia. El régimen adoptó algunas medidas de corte fascista, como la creación de la Unión Patriótica y el intento de institucionalización del régimen.
A partir de 1925, se instauró el Directorio Civil, un gobierno que combinaba militares y civiles, y que intentó dar una apariencia de mayor normalidad. La dictadura de Primo de Rivera se caracterizó por un fuerte intervencionismo estatal en la economía, apoyando el proteccionismo y las obras públicas, como la construcción de escuelas, carreteras y aeropuertos. Sin embargo, el costo de estas políticas fue muy alto y no se acompañaron de una reforma fiscal adecuada, lo que generó un creciente déficit.
La dictadura de Primo de Rivera encontró oposición en diversos sectores: los republicanos, los nacionalistas y los obreros. En 1926, el ejército protagonizó un intento de insurrección conocido como la “Sanjuanada”, y el apoyo de Alfonso XIII al régimen comenzó a desmoronarse. Ante este panorama, Primo de Rivera dimitió en enero de 1930. Alfonso XIII nombró a Berenguer como nuevo jefe de gobierno, con el objetivo de regresar a la normalidad constitucional. Sin embargo, la oposición republicana, nacionalista y obrera fue en aumento, y en agosto de 1930, los principales partidos contrarios al sistema firmaron el Pacto de San Sebastián, un acuerdo para luchar contra la monarquía e instaurar la República. Las elecciones de abril de 1931, en las que la candidatura republicana salió victoriosa, llevaron a Alfonso XIII a abandonar España sin abdicar, lo que dejó paso a la proclamación de la Segunda República Española el 14 de abril de 1931.