Aristóteles siempre mostró una gran preocupación por la educación, como deja claro en el libro VIII de la Política, donde dice: «Desde luego nadie va a discutir que el legislador debe tratar muy en especial la educación de los jóvenes. Y, en efecto, si no se hace así en las ciudades se daña su constitución política, ya que la educación debe adaptarse a ella. El carácter particular de cada régimen suele preservar su constitución política como la ha establecido en su origen; es decir, el carácter democrático, la democracia, y el oligárquico, la oligarquía. Siempre el carácter mejor es responsable de una constitución mejor. Además, en todas las facultades y habilidades hay unos elementos que hay que educar y habituar previamente a sus actividades respectivas, de forma que evidentemente también es preciso para las prácticas de la virtud. Puesto que el fin de toda ciudad es único, es evidente que necesariamente será una y la misma la educación de todos, y que el cuidado por ella ha de ser común y no privado, a la manera como ahora cuida cada uno por su cuenta sus propios hijos y les da la instrucción particular que le parece bien. El entrenamiento en los asuntos de la comunidad debe ser comunitario también. Al mismo tiempo hay que considerar que ninguno de los ciudadanos se pertenece a sí mismo, sino todos a la ciudad, pues cada uno es una parte de ella. Y el cuidado de cada parte ha de referirse naturalmente al cuidado del conjunto. También en ese aspecto podría cualquiera elogiar a los lacedemonios, ya que no sólo dedican el mayor interés a lo que respecta a los niños, sino que lo hacen oficialmente. Que se deben dar leyes sobre la educación y que hay que hacerlo oficialmente y que hay que hacerlo oficialmente para la comunidad está, pues, claro». El pensamiento de Platón se basa en la doctrina de las ideas. Es la búsqueda de un mundo donde los universales eternos, inmortales, se conservan y proyectan su influjo conceptual sobre el mundo de la materia. Aristóteles, en cambio, es un espíritu práctico y desconfía de las ideas platónicas, que, para él, no pasan de ser abstracciones. La filosofía aristotélica se opuso a la enseñanza platónica por entender que ésta, con su teoría de las ideas, duplicaba innecesariamente los entes, ya que explicaba los entes reales por otros ideales. Así, para entender los caballos de carne y hueso postulaba un caballo ideal, una idea de caballo, a la que sólo se podía acceder a través de la razón y a la que los caballos reales debían adecuarse, o, por decirlo de otro modo, de la cual participaban. Puesto que las cosas reales sólo eran tales por su conformidad a sus respectivas ideas, resultaba que éstas eran aún más reales que aquéllas. Consideraba, además, que la noción platónica de una participación de las cosas particulares en las ideas era poco satisfactoria. Para Aristóteles, las ideas son entidades ficticias. Sólo existen los individuos, que son las sustancias que sostienen todos los atributos que predicamos de ellos. Las ideas universales, por su parte, no son más que abstracciones que el entendimiento realiza a partir de los individuos. Platón y Aristóteles, sin embargo, coinciden en que hay algo que es la esencia de las cosas. Platón lo llama eidos o «idea». Aristóteles en algunas ocasiones lo llama «forma», en otras «géneros» o «esencia», o en griego ousía. Tanto maestro como alumno apuntan a lo universal y creen que ésa es la función de la filosofía. La diferencia reside en que Platón coloca esa esencia en el ámbito trascendente y Aristóteles la sitúa en el plano inmanente, con lo que lo universal estaría en lo particular e individual, lo que refleja el profundo interés aristotélico por el conocimiento empírico de la naturaleza. Según Aristóteles, nuestros conocimientos primeros parten de los sentidos, de la experiencia, y una vez que los hemos captado en nuestro conocimiento sensible, desde esos datos, nuestra inteligencia puede realizar una tarea de abstracción. El primer problema al que se enfrentó Aristóteles, en su pensamiento que partía de la observación, fue el del cambio que en el pensamiento anterior había sido opuesto al ser. Frente a lo cual Aristóteles acuñó la noción del «ser en potencia», que no es un no-ser y tampoco un ser pleno. En la terminología aristotélica se denomina «ser en acto» a ese ser pleno. Estas nociones le permitieron explicar el cambio como un paso del ser en potencia al ser en acto. La semilla se transforma y da lugar al árbol, porque la semilla es ya el árbol, pero sólo «en potencia», y con el tiempo, si las circunstancias le son propicias, va actualizándose.
Para explicar el cambio al que todas las cosas del mundo están sometidas hay que pensar que en cada caso hay algo que cambia. Aristóteles, como he mencionado antes, llamó ousía a ese algo, palabra que designaba el verdadero valor de una propiedad puesta como garantía en una transacción comercial. La ousía de un terreno era el verdadero valor de ese bien, lo que objetivamente representaba su realidad. Los romanos tradujeron después este término como substantia, es decir, lo que está por debajo, lo que sostiene, aquello que, según explica Aristóteles en su Metafísica, son los accidentes. Una silla podrá ser más vieja o más nueva, más clara o más oscura, más grande o más chica, pero seguirá siendo lo que es: una silla. Aristóteles no cree en otro mundo ideal, sino que afirma que los conceptos, las llamadas ideas, están realmente en nuestro mundo. Es decir, que existen individuos, cosas, objetos, y a partir de éstos, tratando de encontrar sus semejanzas, nuestra mente es la que busca el concepto y la que lo crea. El concepto no está en otro lugar ideal sino en nuestra capacidad de pensar sobre la diversidad del mundo. Vemos cosas diferentes, distintas, y las agrupamos en clases en un concepto que es creado por nosotros, una proyección de nuestra capacidad intelectual. Aristóteles define al hombre como un animal racional y político, que son sus dos rasgos fundamentales. Nos distinguimos por la razón, porque somos capaces de pensar y de reflexionar acerca de lo que hacemos y sobre todo de asombrarnos, que junto al preguntarnos «por qué» es el principio de la filosofía. Y luego, somos animales políticos, es decir, tenemos que habitar en una polis, con los demás. No hay individuos que puedan vivir solos porque todos tenemos lenguaje, somos seres simbólicos y, por tanto, un ser que tiene un lenguaje que él no ha inventado, necesita de los otros seres para compartir ese mundo de símbolos con ellos. A Platón no le interesaba especialmente una concepción empírica sobre la naturaleza. En uno de sus diálogos, Sócrates hace explícito su desinterés diciendo que lo que importa son las ciudades, los hombres, las relaciones, y que no le importa saber cómo está hecho el universo, la materia y todo aquello que tanto había preocupado a los presocráticos.
La Fuerza de la Voluntad
Aristóteles también analizó de forma detallada el tema de la voluntariedad en el libro III de su Ética a Nicómaco. Allí explica que la ignorancia y la fuerza, por ejemplo, vician lo voluntario de la acción: «Siendo involuntario lo que se hace por fuerza o por ignorancia, podría creerse que lo voluntario es aquello cuyo principio está en uno mismo y que conoce las circunstancias concretas de la acción». Creo que ambas restricciones deben tomarse, sin embargo, en términos relativos, sin que pueda decirse que en todos los casos invalidan por completo nuestro papel como sujetos de la acción. Si obramos por ignorancia, sin suficiente conocimiento, o con un concepto erróneo del estado de las cosas en las que vamos a intervenir, es justo afirmar que nuestro acto no es totalmente voluntario, porque hacemos lo que sabemos, pero no sabemos del todo lo que hacemos. Si hubiésemos sabido más y mejor, es de suponer que habríamos actuado de otro modo. De cualquier manera, esa deficiencia no invalida totalmente lo voluntario de nuestra decisión. De otra manera, el ámbito de nuestras acciones voluntarias se reduciría drásticamente, porque casi nunca tenemos un conocimiento pleno y totalmente fiable de las circunstancias pasadas, presentes y futuras en las que nuestra actividad va a inscribirse. Actuamos conociendo algunas cosas, ignorando otras tal vez no menos importantes y basándonos en nociones a menudo parciales o totalmente equivocadas. Pero estas circunstancias, en la mayoría de los casos, no deben dispensarnos de actuar. El otro impedimento que señala Aristóteles como obstáculo de la voluntariedad es lo que nos obliga a actuar de cierta manera y no de otra, o sea, aquello que restringe nuestras variantes y condiciona o sustituye nuestra decisión. Por supuesto, si se nos impide por la fuerza la posibilidad de elección, se trata de un acto no voluntario, hasta podría no ser considerado como un auténtico acto humano. Distinto es que nos veamos obligados a obrar dentro de un pequeñísimo margen que limita nuestras opciones, siendo éstas sólo malas o peores, aunque no se anule en su totalidad la capacidad de elección.
Aristóteles es lo que hoy llamaríamos un científico. Naturalmente, no distingue entre lo que identificamos como «ciencia» y lo que se llama «filosofía», porque para él todo es un continuo de conocimiento y de reflexión sobre la realidad. Estudió los animales, las plantas, su profesión era la equivalente a un médico. Es decir, era un empirista y analizaba todo desde el punto de vista de la observación y de los experimentos al alcance de su época. Pero a la vez es un gran teorizador. La obra de Aristóteles es una especie de monumental enciclopedia de los saberes de su época, cuando todavía los conocimientos no se habían separado. Todo era una gran disciplina que incluía la física, lo que hoy se llama «psicología», es decir, la teoría del alma (psique), la política y algo misterioso que no tenía nombre y que Aristóteles inventa pero que no le pone nombre alguno, limitándose a hablar de ciencia y de conocimiento.
Aristóteles acometió la primera sistematización o clasificación de las ciencias en la Antigüedad. Las dividió en tres clases: las productivas, las prácticas y las teóricas. Las ciencias productivas apuntan a la creación de objetos bellos y útiles. Las prácticas se ocupan de la acción humana, la ética y la política. Las teóricas son las que se ocupan del conocimiento por el conocimiento mismo, la física, la matemática y la filosofía primera, denominada luego metafísica. Además de la Metafísica, Aristóteles aportó una ciencia, un área de conocimiento nuevo, que es la ética. La palabra «ética» juega con las dos acepciones que tiene en idioma griego (carácter y costumbre), puesto que ambas se diferencian sólo por un acento. Así, en griego, podemos decir que el carácter, en el sentido del propio talante (éthos) deriva del modo de vida adquirido por el hábito (éthos).
La Búsqueda de la Felicidad
Aristóteles se pregunta cuál es la finalidad que debe buscar el ser humano en el mundo. Todo lo que hacemos es, sin lugar a dudas, instrumental, sirve para conseguir uno u otro fin. Pero después de todos esos fines, ¿qué hay? Más allá de los objetivos particulares de nuestra vida, ¿qué es lo que podemos aspirar a encontrar? Aristóteles responde que es la felicidad lo que los seres humanos buscamos. La ética no es, ni mucho menos —como ha llegado a ser a partir de visiones más penitenciales—, una búsqueda del deber, de la obligación, del sacrificio. No. Para Aristóteles, la ética es una reflexión sobre la acción humana en búsqueda de la libertad. Y para ello, dice, tenemos que intentar desarrollar las virtudes, es decir, los hábitos que nos dan fuerza, que nos ayudan a vivir mejor. No olvidemos que la palabra latina «virtud» viene de vir, que significa virilidad, fuerza, excelencia. De modo que la virtud es lo que nos da fuerza frente a la debilidad, que es el vicio. La virtud es lo que aumenta nuestra fortaleza y por tanto nuestra capacidad de alcanzar la felicidad.
La Voluntad y la Acción
Aristóteles también analizó de forma detallada el tema de la voluntariedad en el libro III de su Ética a Nicómaco. Allí explica que la ignorancia y la fuerza, por ejemplo, vician lo voluntario de la acción: «Siendo involuntario lo que se hace por fuerza o por ignorancia, podría creerse que lo voluntario es aquello cuyo principio está en uno mismo y que conoce las circunstancias concretas de la acción». Creo que ambas restricciones deben tomarse, sin embargo, en términos relativos, sin que pueda decirse que en todos los casos invalidan por completo nuestro papel como sujetos de la acción. Si obramos por ignorancia, sin suficiente conocimiento, o con un concepto erróneo del estado de las cosas en las que vamos a intervenir, es justo afirmar que nuestro acto no es totalmente voluntario, porque hacemos lo que sabemos, pero no sabemos del todo lo que hacemos. Si hubiésemos sabido más y mejor, es de suponer que habríamos actuado de otro modo.
De cualquier manera, esa deficiencia no invalida totalmente lo voluntario de nuestra decisión. De otra manera, el ámbito de nuestras acciones voluntarias se reduciría drásticamente, porque casi nunca tenemos un conocimiento pleno y totalmente fiable de las circunstancias pasadas, presentes y futuras en las que nuestra actividad va a inscribirse. Actuamos conociendo algunas cosas, ignorando otras tal vez no menos importantes y basándonos en nociones a menudo parciales o totalmente equivocadas. Pero estas circunstancias, en la mayoría de los casos, no deben dispensarnos de actuar. El otro impedimento que señala Aristóteles como obstáculo de la voluntariedad es lo que nos obliga a actuar de cierta manera y no de otra, o sea, aquello que restringe nuestras variantes y condiciona o sustituye nuestra decisión. Por supuesto, si se nos impide por la fuerza la posibilidad de elección, se trata de un acto no voluntario, hasta podría no ser considerado como un auténtico acto humano. Distinto es que nos veamos obligados a obrar dentro de un pequeñísimo margen que limita nuestras opciones, siendo éstas sólo malas o peores, aunque no se anule en su totalidad la capacidad de elección. Me parece que el ejemplo claro sobre este particular, y del que siempre echo mano, es el caso del capitán del barco que en plena tempestad debe optar entre arrojar la carga al mar para equilibrar la nave o correr el gravísimo riesgo de zozobrar. En este caso se actúa obligado por las circunstancias. Es cierto que existe una elección y por tanto voluntariedad, pero es una voluntad forzada a optar por algo que sólo quiere en contra de su querer más amplio.
Aristóteles es lo que hoy llamaríamos un científico. Naturalmente, no distingue entre lo que identificamos como «ciencia» y lo que se llama «filosofía», porque para él todo es un continuo de conocimiento y de reflexión sobre la realidad. Estudió los animales, las plantas, su profesión era la equivalente a un médico. Es decir, era un empirista y analizaba todo desde el punto de vista de la observación y de los experimentos al alcance de su época. Pero a la vez es un gran teorizador. La obra de Aristóteles es una especie de monumental enciclopedia de los saberes de su época, cuando todavía los conocimientos no se habían separado. Todo era una gran disciplina que incluía la física, lo que hoy se llama «psicología», es decir, la teoría del alma (psique), la política y algo misterioso que no tenía nombre y que Aristóteles inventa pero que no le pone nombre alguno, limitándose a hablar de ciencia y de conocimiento. Aristóteles acometió la primera sistematización o clasificación de las ciencias en la Antigüedad. Las dividió en tres clases: las productivas, las prácticas y las teóricas. Las ciencias productivas apuntan a la creación de objetos bellos y útiles. Las prácticas se ocupan de la acción humana, la ética y la política. Las teóricas son las que se ocupan del conocimiento por el conocimiento mismo, la física, la matemática y la filosofía primera, denominada luego metafísica.
René Descartes: El Inicio de la Filosofía Moderna
Si preguntamos quién es el padre de la filosofía moderna y quién marca el final del pensamiento antiguo y medieval, el noventa y nueve por ciento de los consultados responderá: René Descartes. Descartes fue uno de los grandes talentos de la humanidad en disciplinas tan distintas como la matemática, la ciencia y la filosofía. Probablemente, su aportación no ha sido concluyente, pero podemos decir que se dedicó a abrir caminos antes que a recorrerlos por completo. Su primera vocación fueron la matemática y la geometría. Dos temas que dan la tranquilidad de estar pisando terreno seguro, porque cuando se dice que algo es matemáticamente exacto y cierto, tenemos pruebas que lo demuestran. Por lo tanto, eliminamos las dudas respecto a lo que sabemos y cuanto no sabemos. Cuando estamos alcanzando una conclusión podemos estar seguros de que llegamos a ella de manera adecuada. Lo mismo ocurre con un teorema geométrico. Descartes se preguntó si esto mismo era aplicable a todos los campos. Sabemos que existe la verdad, que habrá cosas, situaciones y opiniones que corresponden mejor a la realidad que otras. Pero ¿cómo tener la certeza de que lo que nosotros creemos que es verdad lo es auténticamente? Creemos que alguna cosa es verdad, pero ¿cómo tener la certeza de que lo es? ¿Cómo sabemos que no nos engañamos? El problema no es que exista la verdad, sino que nosotros podamos reconocerla, que en nuestro pensamiento lleguemos a tener una visión, opiniones y doctrinas que respondan y que nos tranquilicen dándonos la verdad de una manera indiscutible. Esto fue lo que buscó Descartes a lo largo de su vida, y lo hizo recorriendo Europa, desde sus reflexiones como un pensador privado, no como profesor, ya que nunca tuvo cátedra. Fue una persona que anduvo por la vida con discreción, se supone que por miedo a despertar la peligrosa atención de la Inquisición. Vivió pensando por sí mismo y para sí mismo. Su legado nos enseña que no nos podemos fiar de las autoridades, ni de la tradición, ni de lo que nos cuentan. Tenemos que buscar la certeza a partir de lo que nosotros mismos podemos desarrollar. Ninguna de las opiniones establecidas, por venerables y respetables que sean quienes las sostienen, nos puede dar dicha certeza. Los medievales se contentaban citando opiniones de Aristóteles y les parecía un argumento suficiente decir «Lo dijo el maestro» o incluso «Lo escribió el filósofo». Descartes, inaugurando la época moderna, dice: No. No basta la autoridad, no basta con la tradición. Hace falta que a partir de mi propio pensamiento yo llegue a descubrir la certeza. Cuando llegó allí ya había compuesto su obra Reglas para la dirección del espíritu, que sería publicada después de su muerte. En ese texto planteaba la necesidad de analizar nuestros modos de conocimiento, exponía que la inteligencia lleva en sí misma ideas que le son innatas y juzgaba que la metafísica debía preceder en el orden del saber a la
La filosofía moderna, de la mano de Descartes, aparece con un propósito aparentemente modesto: conocer cuál es el camino que se puede seguir para llegar al conocimiento y a la verdad. No empieza, como otros filósofos, preestableciendo verdades, ni definiendo qué es el mundo, qué es el ser humano, qué es el alma, sino intentando buscar una ruta para llegar a conclusiones fiables. La clave de su búsqueda es el método, que proviene de la palabra griega methodos, que quiere decir camino, que es lo primero que busca Descartes. Un sendero que nos lleve a ideas que nos resulten claras y distintas. No aquellas que están confusas, que más o menos aceptamos al tuntún, sin verlas con precisión. Descartes, que estaba reflexionando sobre muchos temas: físicos, astronómicos, fisiológicos, y matemáticos por supuesto, organiza un discurso del método. Crea un planteamiento para estar seguros de que hemos encontrado la verdad. Descartes protagoniza una de las anécdotas más celebres de la historia de la filosofía. Estaba sentado dentro de una estufa —en aquella época las estufas eran una especie de lugar cerrado en torno a un fuego central—, durante una de las campañas militares en las que participó. En un momento dado se para y empieza a dar vueltas y se cuestiona: «Bueno… ¿Cuál puede ser la seguridad, qué seguridad puedo tener yo de algo? Puedo dudar de lo que me han dicho, puedo dudar de lo que veo y de lo que toco, puesto que existen los espejismos y las alucinaciones. Si puedo dudar de todo, ¿de qué cosa puedo estar seguro? De la única cosa que puedo estar seguro —concluye— es de mi duda misma, de que yo estoy aquí dudando y si dudo, existo». Si dudo, tengo unas capacidades intelectuales, pienso, y si pienso, entonces existo. De esa certeza paradójica, la certeza de la duda, nace el pensamiento moderno. Uno de los pocos lemas que incluso los más profanos en filosofía conocen es el famoso Cogito ergo sum, es decir, «Pienso, luego soy», «Pienso, luego existo». Para Descartes, el concepto «pienso» es muy amplio, no se refiere simplemente a lo que nosotros llamamos el pensamiento, como pura reflexión y búsqueda de un conocimiento. Se trata de toda la actividad mental que tiene un ser humano: la duda, la vacilación, la certeza, incluso los sentimientos como la alegría y el reconocimiento. También lo que forma la vida, lo espiritual, lo intelectual. Todo eso entra más o menos en la amplísima concepción de lo que es el cogíto. Y lo que simplemente dice Descartes es: «Veo o noto que existo», «noto que existo porque si estoy equivocándome existo, porque no puedo equivocarme sin existir, si estoy dudando existo, si estoy perplejo existo». Es decir, a partir de cualquiera de los movimientos intelectuales, anímicos, espirituales, llega a la conclusión de que al menos eso es seguro: existe. Y a partir de esa certeza va desarrollando las demás. Descartes admite que puede existir —hipótesis más o menos siniestra— un genio maligno, alguien que estuviera siempre engañándome, permanentemente lanzando alucinaciones sobre mí, mostrándome apariencias falsas, pero lo que no puede impedir es que yo siga, pese a todo, existiendo. Esta hipótesis del genio maligno representa simplemente la posibilidad de que la realidad no sea lo que yo supongo que es a partir de mis sensaciones y raciocinios. En ese contexto, la demostración de la existencia de Dios, cuya necesidad se le impone a Descartes, no es un tema teológico
sino más bien la defensa de la idea de que hay efectivamente un orden en el mundo. Si no hubiese tal orden, la circunstancia de que una determinada idea sea clara y distinta —esto es, evidente— no garantizaría su verdad. Por otra parte, Descartes concluye en la existencia, primero de un Dios benévolo —un Dios que no me engaña, lo cual es una profesión de fe en la inteligibilidad de la naturaleza— que a él le parece que deriva de la propia realidad espiritual del ser humano, y a partir de ese Dios una serie de ideas claras y distintas que van a formar el conjunto de nuestros conocimientos. En Descartes hay una separación entre el espíritu y la materia. La materia es aquello a lo que el espíritu está destinado a conocer. Nuestro espíritu está destinado a conocer y a vivir dentro de la materia. Una realidad distinta, separada de ese mundo del espíritu donde está la certeza, el pensamiento. El mundo de la materia, puro mecanismo, es una bien tramada urdimbre de causas y efectos que el espíritu va a conocer, y desde el exterior va a reflexionar sobre él.
John Locke: El Empirismo y la Experiencia
NADA VIENE CON UNO, TODO VIENE DESPUÉS Hablando en términos muy generales, en el siglo XVII el debate filosófico pasaba por actitudes diferentes frente al conocimiento. Por una parte, el empirismo británico, y por otra, el racionalismo, representado por Descartes, quien consideraba que hay ideas innatas en los seres humanos. Como recordaremos, Descartes en su duda abandona todo aquello que proporcionan los sentidos y se centra en la propia existencia de un Yo, de un cogito, de un pensar que se reconoce a sí mismo como tal y que tiene una serie de ideas innatas, claras, distintas, respecto de la divinidad y del reconocimiento de la verdad. Todo esto Locke lo deja de lado con un gesto. Para él no existe otra fuente de conocimiento que la que se origina a partir de nuestros sentidos y la experiencia. En la cuestión de las fuentes del conocimiento, se dividen dos grandes caminos: por un lado, el racionalismo continental, que va a tener su desarrollo en Descartes, Spinoza y Leibniz; y por otro lado, el empirismo británico, de corte francamente contrario a toda la postulación de ideas innatas. Locke parte de que todo lo que conocemos se debe a los sentidos. Ahora bien, es verdad que no todas las propiedades de los objetos que conocemos son del mismo tipo. Existen las propiedades primarias. De hecho, todos los objetos tienen, por ejemplo, forma y tamaño. En cambio, hay otras propiedades, secundarias, que de alguna forma surgen de la relación entre el objeto y nosotros. Por ejemplo, su sabor o su olor. Un objeto puede tener sabor y olor, pero, de hecho, si no hay nadie para saborearlo o para olfatearlo, no tiene esas particularidades. En cambio, la cualidad de tener una forma o un tamaño es imprescindible para la existencia misma del objeto.
El propósito de Locke en el Ensayo sobre el entendimiento humano es probar, lisa y llanamente, que todas las ideas, simples y complejas, provienen de la experiencia. Para ello es necesario desechar la creencia de que hay ideas innatas que están impresas en nosotros cuando nacemos. Así, explica que no hay asentimiento universal a ninguna proposición, que las verdades de la matemática no las conocen ni los niños, ni los idiotas, ni los salvajes, ni los iletrados. Según su análisis, ideas como la de número o la de Dios no son innatas sino que, por el contrario, son aprendidas o construidas a partir de la experiencia y a través de los años. Es evidente que esta crítica del innatismo estaba profundamente conectada con la eliminación de elementos políticos autoritarios, ocultos bajo las tesis innatistas. El innatismo era relacionado por algunos teóricos con la existencia de un orden natural del mundo que se extendía al ámbito social y político. En cambio, los que negaban el innatismo no buscaban un orden fijo e inmutable, sino que se inclinaban a pensar que todo orden era construido y consensuado. Para ellos, la pretensión de un orden legítimo en sí era cuestionable. Ante el análisis de Locke, todo orden se revela convencional, histórico y, en definitiva, fruto de una construcción. Y la idea surge a partir de la experiencia. Sus argumentos no son estrafalarios. La mente recibe pasivamente el material que le proveen los cinco sentidos externos (las sensaciones), así como el sentido interno (la reflexión). Y de esta manera se forman las ideas simples como cualidades subjetivas que se corresponden con las cualidades objetivas que hay en las cosas mismas. Dicho de otro modo: las cualidades objetivas de las diferentes cosas son percibidas por mis sentidos y producen cualidades subjetivas, es decir, ideas simples, en mi entendimiento. Todas estas ideas simples se reúnen mediante la suposición de que pertenecen a una cierta realidad sustancial. La sustancia ha sido, desde Aristóteles, un concepto central en la metafísica occidental. Pero Locke señala que no hay nunca experiencia de una sustancia, sino sólo de diversas cualidades sensibles reunidas según un orden. Nosotros formamos la noción de sustancia sólo para dar cuenta de ese orden de combinaciones.
En rigor, nada nos lleva a sostener que el mundo esté efectivamente constituido por multitud de sustancias. De esta manera, todo el edificio teórico-especulativo de la metafísica perdía, ante la crítica de Locke, solidez. La metafísica escolástica consideraba, en cambio, que el mundo estaba constituido de sustancias y que cada cosa era una sustancia que sostenía, por así decirlo, diversos accidentes. Cuestionar la noción de sustancia era, por lo tanto, quitar la base a todo el edificio de la metafísica. Lo cual no es poca cosa. Pero la crítica de Locke no se detuvo ahí, sino que también alcanzó a los principios morales, de los cuales consideraba que tampoco podía afirmarse que eran innatos. Si fuera así, no sería posible ningún desacuerdo al respecto. Locke opina que varían según la sociedad y la época. Son, pues, convencionales. Por otra parte, Locke desarrolla lo que podríamos llamar una psicología moral. Al estudiar los motivos de la conducta humana, para comprender el origen de los principios morales, el pensador inglés explica que si bien la búsqueda de placer mueve al hombre, mucho más importante, para entender la conducta humana, es la búsqueda del impedimento del dolor y la inquietud. Este juego que se da entre el placer y el dolor en la motivación de la conducta depende de la voluntad, que es esencial-