El creador y configurador del utilitarismo fue Jeremy Bentham (1748-1832) con su Introduction to the Principles of Morals and Legislation (1780). De hecho, puede decirse que los utilitaristas posteriores no han hecho más que retocar diversos aspectos de esa propuesta inicial. Naturalmente, tampoco Bentham parte de cero al concebir su teoría moral:
Fácilmente se perciben los influjos tanto del Empirismo británico (sobre todo de John Locke y David Hume) como de algunos pensadores de la Ilustración francesa (como Claude-Adrien Helvétius), y puede notarse asimismo la huella de Francis Hutcheson, de Cesare Beccaria y de Joseph Priestley.
Bentham parte de un supuesto psicológico que no discute por parecerle evidente. Según él, el hombre se mueve por el principio de la mayor felicidad:
Este es el criterio de todas sus acciones, tanto privadas como públicas, tanto de la moralidad individual como de la legislación política o social.
Una acción será correcta si, con independencia de su naturaleza intrínseca, resulta útil o beneficiosa para ese fin de la máxima felicidad posible. Una felicidad que concibe, además, de modo hedonista; se busca en el fondo y siempre aumentar el placer y disminuir el dolor.
Ahora bien, no se trata, en primer lugar, de una incitación al placer fácil e inmediato (como, por lo demás, tampoco era así en el hedonismo antiguo), sino de calcular los efectos a medio y largo plazo de las propias acciones de manera que el saldo final arroje más placer que dolor. Así, en ocasiones el sacrificio inmediato será lo correcto en aras de un beneficio futuro que se prevé mayor. Dicho cálculo ha de resultar en principio sencillo, pues aunque Bentham reconoce que hay placeres y dolores tanto del cuerpo como del alma, ve posible aplicar criterios simplemente cuantitativos para esa evaluación (criterios como la duración del placer, su intensidad y extensión, la probabilidad de obtenerlo, etc).
En segundo lugar, esta doctrina tampoco pretende alimentar directamente el egoísmo. Si bien es asimismo un presupuesto psicológico y moral (como en Thomas Hobbes) que el hombre es por naturaleza egoísta y busca su propio interés, y que por tanto las relaciones sociales y políticas son artificiales, el utilitarismo tendrá como misión corregir precisamente ese primer impulso. El utilitarista se percatará de que, puesto que el bien conjunto es la suma de intereses individuales, el mejor modo de fomentar el propio interés es promover el interés global. Por eso el utilitarismo propugna no sólo no limitarse al propio bien, sino cuidar escrupulosamente la imparcialidad en las decisiones y evitar cualquier acepción de personas. Únicamente esta regla hará que el saldo de bien sea el mayor; de ahí la famosa consigna atribuida a Bentham por John Stuart Mill: everybody to count for one, and nobody for more than one [Mill 2002: Capítulo V].
El contenido y sentido del utilitarismo de Bentham se comprende mejor si se recuerda la intención de su autor. Esta no era otra que reformar profundamente la legislación británica, que contribuía en realidad a mantener unas desigualdades sociales y discriminaciones políticas muy notables. Y, conforme al espíritu ilustrado de la época, nada mejor que sustituir ese régimen jurídico basado en privilegios heredados por un sistema transparente, racional y secular. Una vez determinado el fin natural de la felicidad placentera, todo consiste en dejar que la luz de la razón ordene y sancione lo justo y lo injusto, aboliendo toda otra regla procedente de oscuras e injustificadas instancias (metafísicas, religiosas, tradicionales, etc.). En realidad, se trata de trasladar a la vida social y política el criterio que sirve para la vida individual, a saber, el sensato procedimiento —ya expresado por el hedonismo clásico— de calcular los costes y beneficios de cada acción para elegir en cada caso la más fecunda en términos de placer.
El más importante continuador de la doctrina utilitarista es John Stuart Mill (1806-1873). J. S. Mill fue un estrecho discípulo de Bentham y de su propio padre, James Mill, y la exposición de su concepción moral se encuentra en su Utilitarismo, de 1863. Allí define su teoría —de acuerdo con Bentham— como «el credo que acepta como fundamento de la moral la ‘utilidad’ o el ‘principio de la máxima felicidad’, el cual sostiene que las acciones son buenas en cuanto tienden a promover la felicidad, malas en cuanto tienden a producir lo opuesto a la felicidad. Por ‘felicidad’ se entiende placer y ausencia de dolor; por ‘infelicidad’, dolor y privación de placer» [Mill 2002: 50].
Sin embargo, Mill corrige a su maestro en un punto importante. Mientras que para Bentham los placeres son todos homogéneos y sólo se distinguen cuantitativamente (lo cual hacía sencillo el cálculo de la suma entre diversos conjuntos de ellos), Mill advierte que hay placeres cualitativamente distintos; diferencia cualitativa que se traduce en superioridad o inferioridad. Más concretamente, sostiene que los placeres intelectuales y morales son superiores a las formas más físicas de placer; y asimismo distingue entre felicidad y satisfacción, afirmando que la primera tiene mayor valor que la segunda. Ahora bien, esta posición de Mill, que retoma una de las ideas de la moral tradicional más común, cuestiona en realidad las bases del utilitarismo. Pues, por un lado, introduce necesariamente un criterio de valor ajeno al placer, lo cual sale ya de la propia teoría de Mill y plantea problemas prácticamente irresolubles a la hora de calcular comparativamente, de modo homogéneo, beneficios resultantes de acciones alternativas. Y, por otro lado, la asignación de un valor o superioridad a cierto tipo de placeres plantea la dificultad de si con ello no se les reconoce ya una bondad intrínseca, siendo así que el utilitarismo de Bentham y Mill mide la bondad de las acciones por el placer siempre resultante de ellas. Tal vez por este motivo, Henry Sidgwick (1838-1900), otro representante del utilitarismo, vuelve a la posición de Bentham sosteniendo que esas aparentes diferencias cualitativas entre los placeres son, en el fondo, diferencias cuantitativas [Sidgwick 1962]. En cambio, luego se verá que en este punto G. E. Moore sostiene, con su particular utilitarismo, una posición peculiar.
Por lo demás, Mill compartía la preocupación de Bentham de provocar reformas sociales que condujeran a una sociedad más equitativa. Sin duda, la deseada y deseable democratización y racionalización de la vida pública, que ha tenido lugar gracias a las ideas de Mill (no sólo la doctrina utilitarista, sino su idea de las libertades individuales y cívicas), es una de las mayores razones de la amplia aceptación del utilitarismo como teoría moral y política.