La Crisis del Antiguo Régimen
Los esfuerzos modernizadores y regeneracionistas de los ilustrados abarcaron todos los aspectos de la vida española, pero sus resultados tuvieron muy poco éxito. El reformismo ilustrado entró en crisis a finales de siglo, en medio de las críticas de gran parte de los antiguos estamentos privilegiados y de la indiferencia popular. Los reformistas no solucionaron la miseria de una gran parte de la sociedad, ni el atraso de la ciencia y de la técnica, ni cambiaron el sistema de propiedad de la tierra. Al final, se impuso la desconfianza hacia los cambios, a pesar de que nunca pasaron de ser limitados.
El Impacto de la Revolución Francesa
Carlos IV sucedió en el trono a su padre, Carlos III, en 1788. Un año más tarde se produjo el estallido de la Revolución francesa, que generó una crisis del modelo de gobierno y provocó pánico en toda Europa. En España, los primeros consejeros de Carlos IV eran ilustrados; por tanto, simpatizaban con las ideas revolucionarias de acabar con la sociedad estamental y con los privilegios del clero y de la nobleza. Sin embargo, no cuestionaban de ningún modo el carácter absolutista de la monarquía, es decir, el poder del rey sin ninguna limitación. En ese momento, al frente de su Gobierno estaba uno de los más preclaros ilustrados del final de la centuria, el conde de Floridablanca, que frenó las tímidas reformas y cerró las fronteras con Francia para evitar que la propaganda y las ideas revolucionarias penetrasen en España. Ante la nueva situación, los ilustrados españoles se dividieron. Tras la promulgación de la Constitución francesa de 1791, el Gobierno español adoptó una postura más conciliadora con Francia bajo la dirección del conde de Aranda. Pero tras la proclamación de la República, Aranda cayó y fue sustituido por Manuel Godoy, persona de confianza de la familia real.
La Crisis Económica del Final de Siglo
Mientras tanto, a las dificultades del exterior se añadían problemas internos. Después de varias décadas de crecimiento económico, los últimos años del siglo XVIII fueron testigos de una gran crisis económica y social. Por su parte, los propietarios acomodados comenzaron también a rechazar el pago de los derechos señoriales y diezmos, y con frecuencia encabezaron las protestas campesinas. La Hacienda Pública vio disminuir sus ingresos y aumentar la deuda mientras crecían los gastos con las nuevas guerras que comenzaron en 1793. Eso llevó a Godoy, en 1798, a la incautación de bienes raíces de obras pías, que dependían de fundaciones eclesiásticas, y su venta para paliar, así, el enorme déficit. Esta fue la primera desamortización, pero no logró en absoluto sus objetivos. La crisis económica y fiscal era imparable porque a la conjunción desfavorable de los problemas políticos, económicos y sociales descritos se unieron las guerras en las que España se vio involucrada, la amenaza que sobre las colonias americanas provocaba la independencia de los Estados Unidos y la atracción que la Revolución francesa ejercía sobre los sectores más radicales. Todos estos factores cuestionaron la pervivencia del Antiguo Régimen en España, que entró en quiebra en los años de cambio de siglo.
La Guerra de la Convención (1793-1795)
La ejecución en la guillotina de Luis XVI, en 1793, transformó la desconfianza de los gobernantes españoles en una abierta hostilidad frente a los sucesos revolucionarios, y Carlos IV, al igual que hicieron la mayoría de las monarquías europeas, declaró la guerra a la República Francesa. El conflicto entre España y Francia, conocido como Guerra de la Convención, se localizó en los territorios catalán, navarro y vasco. El clero español ofreció su apoyo a la monarquía, tanto con importantes donativos para sostener el ejército como con el entusiasmo con el que se predicaba la agresión a la República Francesa desde todos los púlpitos. Las zonas fronterizas con Francia, en especial Gipuzkoa, Navarra y Cataluña, se llenaron de emigrados franceses realistas, en su mayor parte clérigos y religiosos que se habían negado a realizar el juramento civil que les imponía la Convención francesa. El ejército español, dirigido por el general Ricardos, obtuvo algunas victorias y ocupó varias plazas en el actual Rosellón francés. España colaboró también con tropas aliadas para la toma del puerto de Tolón (cerca de Marsella). Pero el signo de la guerra cambió en 1794: el ejército enviado por Manuel Godoy, primer ministro de Carlos IV, fue derrotado y las tropas republicanas francesas tomaron gran parte de Navarra (como el valle del Baztán). Ciudades importantes, como Hondarribia, Donostia-San Sebastián o Figueres, se rindieron a los franceses. Esta situación aceleró los intentos de llegar a la paz, que se firmó en Basilea (1795). Este tratado dio paso a trece años de acuerdos entre la Francia revolucionaria y la España absolutista. Durante ese periodo, la monarquía española se unió a Francia en diferentes alianzas para luchar contra Portugal y Gran Bretaña, principales enemigos de los franceses. En estas guerras, la armada española sufrió reveses importantes, como en la batalla de San Vicente (1797) y, sobre todo, en la batalla de Trafalgar (1805).
El Liberalismo Durante el Reinado de Isabel II
La muerte sin descendencia masculina de Fernando VII generó una situación de incertidumbre política en la vida española. Una vez llegados los Borbones al trono, sustituyeron la Ley de las Partidas (que declaraba heredero al primogénito) por la Ley Sálica francesa (que excluía del trono a las mujeres). Cuando nació Isabel II, el rey publicó la Pragmática Sanción de 1830, que hacía a su hija la futura reina. Los carlistas se vieron frustrados e Isabel II accedió al trono con solo tres años, así que su madre, la reina María Cristina, ocupó la regencia. El inicio del régimen liberal se trató de un comienzo difícil por la falta de coherencia entre los propósitos de renovación y la estructura social del país. Es durante el reinado de María Cristina cuando surgen en España los primeros partidos políticos: el Partido Moderado y el Partido Progresista. La regente, en un principio, nombró jefe del Gobierno a Cea Bermúdez (1833-1834), partidario de realizar pequeñas reformas dentro del absolutismo. Su ministro, Javier de Burgos, dividió España en 49 provincias. Estas reformas se vieron como insuficientes, así que la regente nombraría a Martínez de la Rosa (1834-1835) como presidente del Consejo de Ministros. Su mayor logro fue la promulgación del Estatuto Real de 1834; aunque no fue una auténtica constitución, en él quedaba plasmado un régimen basado en la soberanía de dos instituciones históricas (el rey y las Cortes) y la formación de las Cortes en dos cámaras distintas: la Cámara de los Próceres y la Cámara de los Procuradores, elegida por sufragio censitario. Desde un punto de vista internacional, se formó la Cuádruple Alianza (España, Portugal, Francia y Reino Unido) para unirse contra Carlos María Isidro y el portugués don Miguel. Los movimientos revolucionarios del verano de 1835, que dieron lugar a la formación de Juntas locales y provinciales para ampliar las reformas, y la sublevación de los sargentos de La Granja obligaron a la reina gobernadora a ceder el gobierno a los liberales progresistas. A pesar de haberse puesto de nuevo en vigor la Constitución de 1812, se convocaron unas Cortes Constituyentes para redactar una nueva Constitución, la de 1837. Esta nueva Constitución recoge en su articulado el principio de la soberanía nacional y una amplia declaración de derechos, pero su mayor acierto radica en haber logrado el equilibrio entre la Corona y las Cortes. De los tres poderes constitucionales, el judicial se encomendó a la independencia de los tribunales; el ejecutivo residió en la Corona; y el legislativo fue confiado al rey y a las cámaras. La Corona asumió la condición de poder moderador en los casos de conflicto entre el gobierno y el parlamento, lo que le permitió decidir entre ambos. Uno de los elementos progresistas derivados de la Constitución fue la Ley de Ayuntamientos de 1840. La oposición de María Cristina a esta ley provocará su caída del poder.
La Desamortización
Las causas fueron el apoyo del clero a la causa carlista y la necesidad de recursos financieros. La labor desamortizadora está enmarcada dentro del amplio programa de reformas del proyecto progresista liberal. La desamortización constituyó la medida más revolucionaria entre las adoptadas por el gobierno liberal. La nobleza, la Iglesia y los municipios disponían de bienes que estaban vinculados de tal forma que no se podían repartir sus tierras, sino transmitirlas íntegras al primogénito. La desamortización consistió en desvincular dichas tierras de sus propietarios a través de medidas legislativas, permitiendo su venta, enajenación o repartimiento. Con ello, pretendían privar a los antiguos estamentos de su fuerza económica y dotar de tierras a los campesinos carentes de ella. La desamortización de Juan Álvarez de Mendizábal (1836-1837) declaró propiedad nacional los bienes raíces, rentas y derechos de las comunidades religiosas, disponiendo su salida a pública subasta.