Como consecuencia de su perspectiva empirista del conocimiento, Hume desarrolla una teoría ética conocida como emotivismo moral, que se aleja de la tradición filosófica anterior centrada en fundamentar las normas morales en la razón humana.
Contrario a la creencia en una ley natural accesible mediante la inteligencia, Hume sostiene que la ética no se basa en la razón, ya que esta solo puede explicar cómo son las cosas, pero no puede proporcionar las normas que dictan cómo deberían ser, considerando esto como una falacia naturalista.
Según Hume, la ética encuentra su fundamento en los sentimientos y emociones que experimentamos frente a las acciones humanas. Las acciones que generan un sentimiento interno de satisfacción son consideradas moralmente buenas, mientras que aquellas que provocan rechazo son catalogadas como moralmente malas.
Este enfoque no conduce al relativismo moral, ya que Hume sostiene que, a pesar de las diferencias individuales, todos compartimos una misma naturaleza humana, permitiendo así fundamentar normas éticas de carácter universal.
Hume identifica el egoísmo como un sentimiento básico que contribuye a la supervivencia, pero destaca que no es la única motivación. En el interior humano, también existen emociones que incitan a cooperar y ayudar desinteresadamente a los demás. Entre estas destaca la capacidad de sintonizar con las emociones de los demás, denominada simpatía.
La simpatía, junto con la benevolencia y el deseo de ser útiles a los demás, se convierten en los fundamentos naturales de la moralidad y la base de la vida en sociedad, que, según Hume, se justifica por su utilidad al ser más provechoso convivir que intentar sobrevivir de manera aislada.