El Sistema Canovista
El gran artífice de la Restauración fue Antonio Cánovas del Castillo. El sistema tenía carácter conservador, se asentaba en un sistema parlamentario liberal, pero escasamente democrático. Los pilares sobre los que se apoyaba eran la Corona, el turnismo y el ejército.
El Turnismo
Uno de los pilares del sistema era el bipartidismo. Se basó en el turnismo pacífico, que era la alternancia pactada en el poder entre los dos grandes partidos “del sistema”: el Liberal-Conservador y el Liberal-Fusionista.
- El Partido Conservador, fundado en 1876 por Cánovas, representaba a la derecha.
- El Partido Liberal se nutrió de antiguos progresistas, de demócratas y algunos republicanos. Su ideología era de centro-izquierda y su líder, Práxedes Mateo Sagasta.
Cuando las Cortes criticaban con dureza actuaciones del gobierno o existían desacuerdos internos en el partido en el gobierno, este dimitía en bloque y el monarca llamaba a gobernar al jefe del partido de la oposición. Este, inmediatamente en el gobierno, convocaba nuevas elecciones para constituir una mayoría parlamentaria de su propio partido que le permitiera ejercer el poder de manera estable.
El Caciquismo
Otro elemento clave fue la práctica del caciquismo, la manipulación sistemática de las elecciones, cuyos resultados controlaban los caciques: terratenientes de zonas rurales o individuos que tenían mucha influencia en los pueblos. La manipulación la hacían bien “comprando” los votos de los campesinos, bien a través de la coacción (los caciques podían dar o quitar los puestos de trabajo) o también directamente mediante la falsificación de los votos (“dar el pucherazo”). Siempre ganaba el partido que le tocaba gobernar por turnos.
Como los dos partidos del sistema (y la oligarquía que los sustentaba) estaban de acuerdo en lo esencial (defensa del capitalismo, la propiedad privada, la monarquía, el sistema político “de arriba a abajo”), ambos llevaron a cabo las prácticas caciquiles. El candidato oficial, llamado “encasillado”, sabía que tenía ganada la elección antes de que esta se realizara.
Como resultado de toda esta corrupción, con el tiempo se iría produciendo un abismo entre la “España oficial o legal” y la “España real”, la de la miseria en que vivían millones de españoles de ínfimo nivel económico y cultural (un 60 % de analfabetos en 1900) y escasa conciencia política. Se creó así el consiguiente aumento del descrédito hacia la política y los políticos por parte de la mayoría de la población. Todo ello fue denunciado por los intelectuales regeneracionistas (Joaquín Costa, Ángel Ganivet y algunos próximos a la “Generación del 98” como Ortega y Gasset, Antonio Machado, Blasco Ibáñez, Pérez Galdós, Miguel de Unamuno, etc.), sin ningún éxito.
La Crisis de 1898 y sus Consecuencias
El 15 de febrero de 1898, el acorazado estadounidense Maine, anclado en La Habana para proteger los intereses norteamericanos en la isla, fue hundido por una explosión (254 muertos), culpabilizando EE. UU. a España. El presidente McKinley exigió el armisticio y la independencia de Cuba. España no aceptó y estalló la guerra el 21 de abril de 1898, extendiéndose a Cuba y Filipinas. EE. UU. buscaba eliminar de sus zonas de influencia a la débil España. El gobierno español era consciente de que podía ser un desastre y tampoco contaba con apoyo internacional.
La escuadra española fue derrotada en Cavite (Filipinas) y Santiago (Cuba). En agosto, España pidió el armisticio, y en diciembre de 1898 se firmó la Paz de París: España reconocía la independencia de Cuba y cedía a EE. UU. Puerto Rico, Filipinas y las islas Guam en las Marianas. El resto de las islas Marianas, las Palaos y las Carolinas fueron vendidas a Alemania en 1899 por 15 millones de dólares.
La crisis de 1898 favoreció la aparición de movimientos que criticaban la Restauración, como el “Regeneracionismo” de Joaquín Costa, que con su lema “despensa y escuela”, propugnaba la necesidad de dejar atrás los mitos del pasado glorioso, modernizar la economía y la sociedad, y alfabetizar a la población.
Las Desamortizaciones en el Siglo XIX
La Desamortización Eclesiástica o de Mendizábal (1836-1837)
El progresista Juan Álvarez Mendizábal (primero como jefe de Gobierno y luego como ministro de Hacienda) emprendió con el decreto del 16 de febrero de 1836 una gran desamortización eclesiástica en plena guerra carlista. Se declaraban en venta los bienes pertenecientes al clero regular (frailes y monjas) y los de las comunidades religiosas extinguidas (excepto las dedicadas a la enseñanza y a la asistencia hospitalaria). De esta manera, quedaron en manos del Estado y se subastaron no solamente tierras, sino casas, monasterios y conventos con todos sus enseres. Otra ley del 29 de julio de 1837 amplió ese proceso a los bienes del clero secular, los de las catedrales e iglesias en general.
Jordi Nadal señala que al comenzar la Década Moderada, que puso freno a la desamortización, cerca de las tres cuartas partes de las tierras de la Iglesia habían sido expropiadas y subastadas y, por tanto, pertenecían ahora a dueños particulares.
La finalidad de estas leyes de desamortización fue múltiple. Sus objetivos fueron:
- Obtener fondos para sufragar los gastos de la guerra carlista.
- Eliminar la deuda pública (los compradores podían pagar con títulos de la deuda). El saneamiento de la Hacienda Pública permitía al estado obtener nuevos préstamos.
- Convertir a los nuevos propietarios en adeptos para la causa liberal.
- “Castigar” a la Iglesia por su adscripción mayoritaria al bando carlista.
Las leyes de desamortización provocaron la ruptura de las relaciones diplomáticas de la España liberal con Roma. Además, el papa excomulgó a quienes compraran bienes que habían pertenecido a la Iglesia. Sin embargo, esta amenaza de nada sirvió para frenar el afán de lucro de los compradores (en Baleares se alcanzó la cifra del 99 % de tierras eclesiásticas desamortizadas; e incluso en una provincia con sentimientos religiosos tan enraizados como Navarra, el porcentaje llegó al 77,4 %).
En compensación por los perjuicios ocasionados, el estado se comprometió a subvencionar el culto y a pagar a los sacerdotes, con lo que estos pasaban a ser una especie de “funcionarios” dependientes económicamente del estado liberal.
Las fincas fueron tasadas por peritos de Hacienda y subastadas después. Fueron compradas por nobles y burgueses adinerados (los únicos que tenían liquidez y sabían pujar), de forma que no pudo crearse una verdadera burguesía o clase media en España. Con la vuelta de los moderados, en 1844, se suspendieron las subastas. Se había desamortizado el 62% de las propiedades de la iglesia. Las ventas reportaron un valor cercano a los 1.700 millones de reales.
La Desamortización Civil de Madoz (1855)
La segunda fase o desamortización general de Madoz (1855) se inició durante el bienio progresista del reinado de Isabel II. Se utilizaba el término “desamortización general” porque afectaba a los bienes de la iglesia, a los del Estado, a los municipios (bienes de propios y de comunes) y a las Órdenes Militares. Es decir, fueron privatizadas todas las tierras que hasta entonces eran de propiedad colectiva. Se trataba, por tanto, de completar el proceso de desamortización iniciado por Mendizábal en 1836.
Esta ley, con algunos retoques, interrupciones y suspensiones ocasionales, rigió durante toda la segunda mitad del siglo XIX y bajo su amparo fueron enajenados la práctica totalidad de los bienes objeto de la misma. Con la recaudación (11.300 millones de reales) se pagó la deuda pública y se invirtió en obras públicas, en especial, en la construcción del ferrocarril.
Se calcula que se desamortizaron en total entre 7 y 10 millones de hectáreas. Pese a la importancia de la cifra (sobre el 25 % de toda la superficie del país), la desamortización no contribuyó a una mejor distribución de la tierra. La desamortización de bienes de propios y comunes se prolongó hasta 1924, cuando el Estatuto Municipal de José Calvo Sotelo la derogaría.
Industrialización y Minería en la España del Siglo XIX
La Industria Textil
La industria textil tuvo su mayor desarrollo en Cataluña. La primacía en este sector en Cataluña se debe a diversos factores, como la introducción de la máquina de vapor (la primera en 1835), la creación de fábricas modernas (Bonaplata, Barcelona) y, principalmente, a la existencia de una burguesía emprendedora de la que carecía el resto del país. Todo ello trajo consigo un aumento de la producción que equiparó a Cataluña con otros centros textiles europeos. De hecho, España se convirtió en el cuarto productor mundial de tejidos. Su momento de mayor esplendor fue en las décadas de 1870 y 1880.
La Industria Siderúrgica
La demanda de hierro fue creciendo a lo largo del siglo XIX, pues era necesario para la fabricación de máquinas, utillaje agrícola, ferrocarriles y barcos. Para el desarrollo de esta industria eran indispensables el carbón (para la fundición) y el mineral de hierro.
El primer esfuerzo por dotar al país de una siderurgia propia se localiza en la década de 1830 en Andalucía (Marbella, Málaga y Sevilla), pero terminó fracasando por la dependencia total de las materias primas y del carbón foráneo. Se intentó después (años 60) en las cuencas asturianas (Mieres y La Felguera). A partir de 1880, la ría de Bilbao se convirtió en el gran centro siderúrgico español, aprovechando el hierro vizcaíno (minas de Somorrostro) y el capital obtenido por la venta de gran parte de esta materia prima a Inglaterra (Cardiff, Gales), de donde llegaba carbón, más barato y de mejor calidad (por su mayor pureza y potencia calorífica). En 1882 fue introducido en Bilbao el convertidor de Bessemer, lo que significó un gran adelanto tecnológico. En 1902 nació la empresa líder del sector: Altos Hornos de Vizcaya. El dinero generado por el sector siderúrgico originó la creación de una importante banca en el País Vasco (Bancos de Vizcaya y de Bilbao).
La Minería
La minería alcanzó su apogeo en el último cuarto de siglo, gracias a la Ley de Minas de 1868, que liberalizó el sector e inició la explotación masiva de los yacimientos, que quedó mayoritariamente en manos de compañías extranjeras. Sustituyó a la Ley de Minas de 1825, la que establecía que el subsuelo pertenecía a la Corona.
Fue a fines del siglo XIX y en las dos primeras décadas del XX cuando nuestra minería alcanzó su etapa de esplendor. España fue el primer productor mundial de plomo y mercurio, el segundo en cobre y de los primeros en hierro. Algunas de las minas más importantes se encontraban en el Sureste peninsular, en las provincias de Murcia (Portmán), Almería y Granada. Otras importantes fueron las de Riotinto (Huelva), Peñarroya (Córdoba), Almadén (Ciudad Real), Linares y La Carolina (Jaén), Mieres y Langreo (Asturias), y Somorrostro (Vizcaya).
Esta riqueza, mal explotada, no se tradujo para nuestro país en una industrialización sobre bases firmes. En la práctica sirvió como inicio a un colonialismo minero, tanto extranjero (Peñarroya, Francia), como nacional (surgen caciques como “El Tío Lobo” en la Sierra Minera de La Unión).