El sentido del honor como factor desencadenante de la tragedia
El asesinato de Santiago Nasar es un crimen motivado por una cuestión de honor. Ángela Vicario ha perdido la virginidad antes del matrimonio y, supuestamente, Nasar es el culpable. Nos encontramos con todos los ingredientes de una tradición característica de la literatura hispánica: la del honor perdido que hay que vengar. Esta tradición posee antecedentes literarios en el teatro del Siglo de Oro, con autores como Lope de Vega o Calderón de la Barca, pero también podría tener su base en fuentes y tradiciones orales populares, muy frecuentes en el ámbito español e hispanoamericano y en otras culturas mediterráneas.
Según los códigos morales de esta tradición, las ofensas al honor de una mujer han de ser restituidas mediante la venganza con sangre hacia el ofensor. Esta venganza debe ser llevada a cabo por los familiares masculinos próximos a la ofendida, quienes se sienten obligados y legitimados, al tratarse de un sentimiento arraigado en toda la comunidad. Limpio y vengado el honor de aquella, queda también a salvo el de toda la familia. Además, la honra solo puede ser restablecida de forma privada, sin injerencia externa, ley civil ni religiosa. El sangriento crimen protagonizado por Pablo y Pedro Vicario es la expresión de una violencia legitimada: sienten que han cumplido su deber (“los reconfortaba el prestigio de haber cumplido con su ley”).
A pesar de que la acción se desarrolla en un ambiente de casualidades, contradicciones y equivocaciones que posibilitan la tragedia, solo hay dos puntos claros: el asesinato de Santiago Nasar y la creencia de todo el pueblo en la validez de su código de honor. Cuando la misma noche de la boda Bayardo San Román devuelve la novia a sus padres por no ser virgen, está, de hecho, sentenciando a alguien a muerte, pues se le va a aplicar el código de honor vigente en el pueblo: la honra perdida solo se restaura con la muerte. La intervención de esta fuerza es la clave que permite entender la muerte de Santiago Nasar.
En realidad, la sentencia a muerte de Santiago Nasar deriva del hecho de vivir en un pueblo de valores invertidos, de los cuales participan no solo sus victimarios, sino hasta el asesinado y el narrador. Nada más empezar la novela, el narrador confiesa: “Yo estaba reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina Cervantes…”. De ésta se dirá más adelante: “Fue ella quien arrasó con la virginidad de mi generación”. No parece, pues, que el concepto moral del pueblo censure de ninguna manera la práctica y el ejercicio de la prostitución.
Esos valores invertidos y trasnochados son especialmente visibles en lo que se relaciona con el concepto de machismo, íntimamente asociado al código del honor. Así, dice el narrador de los Vicario: “Los hermanos fueron criados para ser hombres”, “Ellas habían sido criadas… para casarse. Sabían bordar con bastidor, coser a máquina, tejer, lavar y planchar,…”. En resumen, ya lo dice la madre del narrador: “Cualquier hombre sería feliz con ellas, porque han sido criadas para sufrir”. La educación recibida, pues, prepara el comportamiento posterior ante un “crimen de honor”. De hecho, los hermanos Vicario, señalados por las circunstancias para ejecutar al ofensor y a pesar de no ser hombres sedientos de venganza, mataron a Santiago Nasar por cumplir con la educación que habían recibido. Si lo asesinan es por cumplir un deber que no parece gustarles mucho: “Sin embargo la realidad parecía ser que los hermanos Vicario no hicieron nada de lo que convenía para matar a Santiago Nasar de inmediato y sin espectáculo público, sino que hicieron mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo consiguieron”.
Por eso se consideran inocentes: “Ante Dios y ante los hombres –dijo Pablo Vicario-. Fue un asunto de honor”. Por supuesto, no se arrepintieron nunca, porque sabían que habían obrado de acuerdo con el código de honor reinante en su pueblo. Tampoco hay que pasar por alto que este código del honor es aceptado también por las mujeres. Cuando los hermanos Vicario dicen a la madre de Prudencia Cotes que no tienen tiempo de tomarse un café, ella responde: “- Me lo imagino, hijos –dijo ella-: el honor no espera”. Y su hija añade: “Yo sabía en qué andaban –me dijo- y no solo estaba de acuerdo, sino que nunca me hubiera casado con él si no cumplía como hombre”.
Este código está tan aceptado que nadie en el pueblo se pregunta por qué carece de importancia que María Alejandrina hubiera arrasado con la virginidad de toda una generación masculina, mientras que sí la tiene, y de modo trágico, que Ángela Vicario la hubiera perdido con quien fuera. Y, por supuesto, los individuos y la colectividad ofendidos en su código del honor toman venganza por la transgresión. La mayoría de los habitantes del pueblo aceptan el código, entre otras cosas porque los exculpa por no haber impedido el crimen: “Pero la mayoría de quienes pudieron hacer algo por impedir el crimen y sin embargo no lo hicieron, se consolaron con el pretexto de que los asuntos de honor son estancos sagrados a los cuales solo tienen acceso los dueños del drama”.
Sin embargo, la rebeldía contra las normas impuestas por el código del honor existe, pero es excepcional: solo Luisa Santiaga (“Hombres de mala ley […], animales de mierda que no son capaces de hacer nada que no sean desgracias”) y Clotilde Armenta (habla de “un pueblo de maricas” y “de lo solas que estamos las mujeres”) son capaces de darse cuenta de la represión que sobre toda la estructura social generan códigos tan intolerables, a pesar de lo cual no logran deshacerse de ellos. Y a Ángela Vicario le cuesta más de veinte años recobrar el amor de su esposo; sin duda, un precio solo admisible en la ficción narrativa.
La lectura de la novela implica una crítica social implícita, derivada del contraste entre una moral estricta en materia de sexualidad femenina y laxa en el mundo de los hombres, quienes disponen de burdeles, abusan a su antojo de las criadas (Ibrahim Nasar de Victoria Guzmán y Santiago de Divina Flor) y hacen rehenes a las mujeres de una doble moral sexual que obliga a éstas al disimulo y a la mentira. En cualquier caso, la condena moral se sitúa fuera de la novela, en el ámbito de la reflexión del lector; ya que el narrador apenas juzga los hechos.