La Constitución de 1876: Un Pilar de la Restauración Española
Aunque escrita por Manuel Alonso Martínez, refleja íntegramente el espíritu de Cánovas. Se trata, en cierta medida, de una síntesis de las anteriores constituciones moderada y democrática, de 1845 y 1869, respectivamente. Igual que éstas descansa en un modelo unitario y centralista de Estado -que sería llevado todavía más lejos con la abolición de los fueros vascos por la ley de 21 de julio de 1876- y la división de poderes, característica de una monarquía constitucional.
Pero del texto de 1845 toma su piedra angular -la declaración de la soberanía compartida por las Cortes con el Rey (artículo 18)-, mientras que del de 1869 conserva la amplia declaración de derechos individuales y la tolerancia, ya que no la libertad religiosa (artículo 11). Al mismo tiempo, la Constitución de 1876 se distingue por su falta de concreción de muchos aspectos del ordenamiento jurídico, dejados a merced de lo que determinen las leyes, con lo cual se hacía posible que cada partido pudiera gobernar con sus propios principios, sin necesidad para ello de alterar la ley fundamental del reino.
Al consignar en el artículo 18 que “la potestad de hacer las leyes reside en las Cortes con el Rey”, Cánovas no pretendía implantar ningún tipo de monarquía patrimonial, con derechos propios e independientes de la nación -explícitamente afirmó que “las naciones son dueñas de sí mismas y (…) el origen de la soberanía reside en ellas”- sino recoger lo que, a su juicio, era el contenido de la constitución interna de la nación española, y tratar de resolver el problema del ejercicio y no del principio de la soberanía.
El Debate Religioso y la Constitución de 1876
Por otra parte, la solución dada al problema religioso en el artículo 11 -el más debatido de toda la Constitución y para cuya aprobación Cánovas tuvo que vencer una formidable presión vaticana y de la Iglesia católica española- consistió en la afirmación de la religión católica como religión del Estado, al mismo tiempo que se establecía la tolerancia para las demás religiones, a las que se permitía el culto privado. Si ello suponía un retroceso respecto a la libertad religiosa promulgada en la Constitución de 1869, también, y sobre todo, significaba la negación del principio de unidad católica que había prevalecido antes de 1869 y que muchos querían restablecer con la Restauración.
La medida puso fin a las dificultades experimentadas por las comunidades protestantes en España y a la serie interminable de conflictos que habían obstaculizado las relaciones exteriores -especialmente con Inglaterra- durante el reinado de Isabel II. Con ello, como ha escrito Raymond Carr, Cánovas recibió lo que pocos estadistas conservadores españoles han logrado: el reconocimiento de las minorías religiosas.
Estructura Bicameral de las Cortes
En relación con las instituciones representativas, la Constitución establecía la composición bicameral de las Cortes, integradas por “dos cuerpos colegisladores, iguales en facultades: el Senado y el Congreso” (art. 19), de acuerdo con una tradición iniciada en España en 1834.
Formaban parte del Senado dos tipos diferentes de miembros: los senadores vitalicios -por derecho propio o por nombramiento de la Corona- y los electos por un período de cinco años. El número máximo de senadores por derecho propio y vitalicios era 180, el mismo que el de senadores elegidos. Eran senadores por derecho propio determinados miembros de la familia real, de la nobleza, el ejército, el clero y las instituciones del Estado, mientras que los senadores vitalicios nombrados por la Corona debían reunir una serie de requisitos profesionales y de renta. Los senadores elegidos lo eran por diversas corporaciones civiles, políticas y religiosas, junto con los mayores contribuyentes de cada provincia, a través de un método indirecto. Esta organización del Senado se debía a la influencia de las teorías orgánicas de la representación, defendidas en España tanto por católicos como por krausistas. Con ella se pretendía ofrecer una representación específica a los diferentes intereses sociales, en contraste con la representación del interés general, que se suponía debía hallarse en el Congreso.
Con relación a éste, la Constitución sólo establecía que estuviera compuesto por diputados elegidos de acuerdo con la población: un diputado, al menos, por cada 50.000 almas, sin concretar la forma de elección -de acuerdo con la indeterminación que adoptaba la Constitución en muchas cuestiones- dejando así la puerta abierta para la adopción del sufragio universal.
La Constitución de 1869: Un Antecedente Democrático
Una comisión de quince diputados elaboró el anteproyecto constitucional en el breve plazo de veinticinco días. Formaban la comisión notables de los tres partidos integrantes de la coalición monárquico-democrática como Posada Herrera, Ríos Rosas, Manuel Silvela, Ulloa y Vega de Armijo, entre los unionistas; Montero Ríos, Olózaga y Valera, entre los progresistas, y Martos, Moret y Romero Girón, entre los demócratas. Salustiano de Olózaga presidió la comisión.
El proyecto fue aprobado por las Cortes el 1 de junio de 1869, por un total de 214 votos contra 55. La Constitución se promulgó solemnemente el 6 del mismo mes y fue publicada en La Gaceta de Madrid al día siguiente. Era el resultado de una rápida y prolija labor, caracterizada por los profundos debates y la minuciosidad de planteamientos, a los que se acompañaron brillantes piezas de oratoria.
En líneas generales puede decirse que la Constitución de 1869 recogía los principios democráticos, continuando la línea de actuación del Gobierno provisional, inspirada, a su vez, en la filosofía emanada de las juntas revolucionarias. En definitiva, fundamentaba la construcción del Estado democrático.
Derechos y Libertades en la Constitución de 1869
La Constitución de 1869 exponía una tabla de derechos del ciudadano sin precedentes en el constitucionalismo español. A través de 31 artículos quedaron definidos todos los derechos y libertades individuales que, como prescribía el texto, debían ser garantizados por los poderes públicos: libertad de expresión, de asociación, inviolabilidad del domicilio y de la correspondencia, sufragio universal masculino… Asimismo se establecieron diversos mecanismos para impedir la supresión o violación de estos derechos, considerados como inalienables. Tan sólo en la necesidad de preservar la seguridad de Estado sería posible suspenderlos, mediante ley específica. Esta tabla de derechos, basada en el ideario democrático, hizo de la de 1869 la Constitución más liberal de cuantas se habían promulgado en España. Esta filosofía se dejó notar igualmente en sus planteamientos sobre los poderes públicos (Título II), así como en todos los aspectos de la vida nacional que regulaba.
El Rol del Monarca y el Poder Legislativo
El principio de la soberanía nacional legitimaba la forma de gobierno adoptada -en este caso la monarquía parlamentaria-, prevaleciendo sobre la misma. El rey figuraba como monarca constitucional, pero perdía las fuertes atribuciones que le había concedido el sistema moderado. Siguiendo las pautas del derecho consuetudinario británico, el rey reinaba, pero no gobernaba. En sus manos quedaba el derecho de disolución de Cortes, pero compensado por los plazos límite en su convocatoria y los amplios márgenes de actuación de las Cámaras. Los ministros precisaban ser miembros de las Cámaras para asistir a sus sesiones, su actividad era controlada por ellas y eran responsables ante las mismas.
Destaca la importancia del legislativo, que asume totalmente la aprobación y sanción de las leyes, facultad esta última que antes residía en el monarca. Las amplias atribuciones de las Cortes tenían como objeto impedir que pudiera ser coartada su actuación por el rey o el Gobierno, como había ocurrido en anteriores textos constitucionales. Controlaban la acción del Gobierno a través del principio de la responsabilidad ministerial, y de ellas dependía la aprobación de los presupuestos, requisito indispensable para el funcionamiento de la actividad fiscal.