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Comentario
Entre el 17 de Julio y el 2 de Agosto de 1945 se celebró la última de las tres Conferencias tripartitas de los Grandes, la de Potsdam.
Aunque se ha hablado de ella muchísimo menos que de Yalta, contiene muchos más elementos que ésta para ser considerada una verdadera Conferencia de la Paz, al menos si se quiere buscar un parangón con la de Versalles.
En Potsdam hay acuerdos concretos, se celebra cuando ya ha terminado la guerra–
Naturalmente en Europa, y a Europa se refieren los protocolos- y en ella se ratifica la victoria.
En su contra, hay que anotar el espíritu de revancha que anima a los reunidos; pero la justificación de 55 millones de muertos parece bastante para el juicio de la guerra, que había acabado apenas dos meses antes.
El espíritu de revancha se advierte, incluso, en el lugar elegido para la reuníón: el palacio de Sans-Souci, en los arrabales de Berlín, levantado por orden de Federico el Grande y en el que Hitler había proclamado, en 1933, la Constitución del III Reich.
Es obligado resumir la Conferencia de Potsdam sobre tres líneas maestras:
-Las ausencias. Entre Yalta y Potsdam apenas distaban cinco meses. Sin embargo, las deliberaciones del barrio berlínés serían muy distintas porque distintos eran los participantes y el personalismo político era muy acusado en la época.
Nada cambiaba por el lado soviético. Stalin presidía la delegación de la URSS y tenía a su lado -fiel, obediente- a Vyacheslav Molotov, como ministro de Asuntos Exteriores.
En los aliados se advertía, ya el mismo día de inauguración, el 17 de Julio, una ausencia notable: la del presidenteRoosevelt.
Roosevelt había fallecido el 12 de Abril, sin culminar sus dos grandes ambiciones: el final de la guerra y la creación de las Naciones Unidas.
Le sustituyó, tal como prevé la Constitución americana, el vicepresidente Harry Solomon Truman, un ex camisero de Missouri, aupado a los más altos cargos políticos gracias a las actividades del gángster Prendergast en el nada limpio Tammany Hall.
Aunque Truman estaba dotado de cierto olfato político -y los norteamericanos le tienen calificado como uno de los grandes presidentes-, su conocimiento de los temas de política exterior puede quedar reflejado en este comentario que hizo en 1941: “Si vemos que Alemania está a punto de ganar la guerra, debemos ayudar a la URSS. Pero, si vemos que es la URSS la que está a punto de ganar, debemos ayudar a Alemania. Que uno y otro se destrocen hasta el mayor grado posible”. Y ahora debía entrevistarse con Stalin.
Truman, quizá estimulado por la opinión pública, estimaba que Roosevelt había actuado con blandura y que la mejor manera de tratar a los soviéticos era la firmeza.
Su primera entrevista con el ministro de Exteriores de la URSS, Molotov, no fue un modelo de diplomacia. Hasta el punto que Molotov le dijo: “Nadie me ha hablado así en toda mi vida”.
Y Truman le contestó rápido: “Cumplan los acuerdos y nadie le hablará así”.
La segunda ausencia lo fue a medias. El miedo de Winston Churchill a las elecciones británicas, ironizado por Stalin, resultó profético. Los ciudadanos del Reino Unido fueron llamados a las urnas en el momento internacional más inoportuno. Y el resultado fue sorprendente. Olvidados de la grandeza de Churchill en los momentos decisivos de la guerra, los electores le volvieron la espalda y dieron el triunfo al laborismo.
El nuevo premier, Clement Attlee, cuyo desconocimiento de política exterior podía compararse al de Truman, sustituyó a Winston Churchill en plena Conferencia, con las consecuencias que era lógico esperar de tan precipitada decisión.
-La realidad bipolar. Los indicios apuntados en Teherán y Yalta -el debate a dos entre Estados Unidos y la URSS, con olvido deliberado de Churchill- afloraron en Potsdam.
En las dos primeras Conferencias estaban muy vivos los recuerdos de las resistencia británica o los triunfos del VIII Ejército del mariscal Montgomery. Pero los últimos compases de la guerra habían estado marcados por la potencia material de los Estados Unidos y la avalancha del Ejército Rojo sobre Alemania.
Sobraban ya los terceros en discordia. Y Churchill tuvo que actuar en Potsdam con la prudencia que su inseguridad requería.
Se había esbozado la posición de cinco grandes en el Consejo de Seguridad de la ONU, pero las denominaciones de grandeza no se correspondían con la realidad.
El Reino Unido de Gran Bretaña ya se había descolgado. No podía olvidarse que Francia estaba presente en el recuerdo de favor y de China sólo se consideraba su impresionante demografía.
La demostración sería palpable muchos años después, en el otoño de 1971, cuando las Naciones Unidas realizarán el mayor escamoteo de juegos malabares que la política haya podido llevar a cabo: la sustitución de la China de Chiangpor la de Mao en el puesto de miembro permanente del Consejo de Seguridad.
Estados Unidos y la URSS, auténticos vencedores de la Segunda Guerra Mundial, quedaban enfrentados con posiciones previas, Estados Unidos pretendía:
– La consolidación de un Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores de los Tres para arbitrar las soluciones presentes y futuras.
– La liquidación de la política alemana, del III Reich, que había sido el detonante de la Segunda Guerra Mundial.
– La liquidación de la vieja política italiana y el estudio de sus nuevas estructuras.
– La ejecución inmediata de los acuerdos de Yalta en referencia a los territorios liberados de la ocupación nazi.
Ésta era la postura de la URSS:
– Estudio de los territorios que habían de someterse a la tutela soviética.
– Absorción de los países satélites.
– Intervención, por la fuerza, para liquidar regíMenes contrarios a su visión de la política (consideración muy especial al caso de España).
– Estudio de la zona internacional de Tánger, para terminar con los beneficios de la internacionalización.
– Estudio de los Mandatos de Siria y Líbano.
– Polonia y sus fronteras, a expensas del territorio alemán.
– Reparto de la Marina, de guerra y mercante, de los alemanes.
– Estudio de las reparaciones a pagar por Alemania.
Comparando los dos planes, se observa que la alternativa era clara: o choque frontal o, en el mejor de los caos, un perfecto diálogo de sordos.
– Las segundas intenciones. Ni la URSS ni Estados Unidos manifestaban en los planteamientos todo su juego.
Las intenciones ocultas eran más importantes que las manifestadas. Stalin pretendía olvidar los acuerdos de conferencias anteriores y poner inmediatamente en práctica un política de fuerza y de hechos consumados.
El caso de Truman era más complejo, pero no menos decisivo. A su llegada a la Casa Blanca quedó sobrecogido cuando le informaron del arma que científicos y militares norteamericanos preparaban: la bomba atómica. Un secreto tan celosamente guardado que ni siquiera él, como vicepresidente, conocía.
El mismo día que se iniciaron las tareas de Potsdam recibíó Truman un mensaje cifrado: “El niño ha nacido de manera satisfactoria”. Eso quería decir que la bomba A era una realidad y no un proyecto. El presidente norteamericano tenía en sus manos una baza para jugarla con los criterios de dureza con que había decidido tratar a los soviéticos.
Pero los comportamientos del mariscal soviético y del presidente norteamericano fueron bien distintos. Stalin jamás dijo públicamente que no estaba dispuesto a cumplir los compromisos. No los cumplía, y eso era todo. Y no quiere decir esto que los norteamericanos y su presidente no estuvieran al tanto de ello. Truman fue advertido de la situación por su secretario de Estado, Edward Stettinius, y por el embajador en Moscú, Averell Harriman. No había lugar a engaños, pero tampoco declaración de parte.
Por el contrario, en cuanto Truman supo la existencia del arma nuclear confió la noticia a Churchill y ambos estuvieron de acuerdo en que deberían decírselo a Stalin, aunque no sabían cómo.
El presidente norteamericano relata en sus Memorias que el día 24 -una semana después de estar reunidos-, “…Señalé de pasada a Stalin que poseíamos una nueva arma cuya potencia de destrucción era excepcional, pero el jefe del Estado soviético no parecíó interesarse demasiado por esta noticia. Se contentó con decir que estaba dichoso por saberlo y que esperaba que haríamos buen uso de ella contra los japoneses“.
Stalin se había interesado por la noticia, pero no lo demostró. No en balde Edén ha dejado escrito en sus Memorias que el mariscal de la URSS era “el hombre perfecto para una negociación”. Y, naturalmente, ordenó de inmediato que se intensificase el proceso de espionaje que ya tenía en marcha desde tiempo atrás.
El largo Acuerdo de Potsdam, reflejado en 21 ítems, desde el Establecimiento de un Consejo de Ministros de Asuntos Exteriores a las Conversaciones Militares, debe resumirse en sus apartados más importantes:
– Alemania. Los aliados renuncian al principio de desmembramiento que se había aceptado en Yalta. Pero le resta el 24 por 100 de su territorio en favor de Polonia, que adquiere la zona situada al este de la línea Oder-Neisse, y de la URSS, que se anexiona Könisberg y el norte de Prusia Oriental.
Se establece un Consejo de Control aliado, con sede en Berlín, que asume la autoridad de los Cuatro -Estados Unidos, URSS, Reino Unido de Gran Bretaña y Francia- y se encarga del desarme definitivo de los alemanes.
Otras competencias de este Consejo son:
– La desnazificación; se crea un Tribunal militar internacional para juzgar a los principales criminales de guerra y alentar los procesos entablados contra seis millones de antiguos miembros del partido nazi.
– La democratización de la nueva Alemania en lo que afecta al sistema judicial, escolar, etcétera.
– La supresión de la excesiva concentración de poder económico: carteles, konzerns, etcétera.
– La limitación de la producción, especialmente industrial.
– El restablecimiento de la autonomía local, lo que significa la recreación de los lander.
– La garantía de las libertades en función de las necesidades de la seguridad militar.
– La ocupación de los bienes alemanes en el extranjero.
– El desmontaje de las fábricas, evaluándolas en el concepto de reparaciones. Se calculaban éstas, de acuerdo con el criterio de Stalin en Yalta, en 20.000 millones de dólares, repartidos así: 50 por 100 para la URSS; 14 por 100 para el Reino Unido; 12,5 por 100 para Estados Unidos; 10 por 100 para Francia y el resto, sin especificar.
– Austria. Los aliados eximen a Austria de reparaciones, pero queda sometida a la autoridad de una comisión aliada, con sede en Viena.
– Irán. Las tropas británicas y soviéticas, que ocupan Irán desde 1941, deben evacuarlo inmediatamente. Pero Stalin, que quería establecer una República Soviética en el Azerbaiján, no evacuó el territorio hasta 1946.
– Los estrechos. Bósforo y los Dardanelos. Deben celebrarse negociaciones turco-soviéticas sobre la revisión de la Convencíón de Montreux, de 1936, en favor de la Uníón Soviética.
– Marruecos. Las tropas deben evacuar Tánger, incorporada desde 1940 al Marruecos español, y la zona volverá a tener su estatuto internacional con la participación de representantes norteamericanos y soviéticos.
No era ésta la única mención a España. A propósito de la recién creada ONU, se decía que los Tres Grandes no apoyarán la “candidatura del presente Gobierno español. Este Gobierno, establecido con el apoyo de las potencias del Eje, no posee -vistos sus orígenes, su naturaleza, su pasado y su estrecha vinculación con los países agresores- las calificaciones requeridas para justificar esta admisión”.
Diez años después, España -que no había cambiado de Gobierno- ingresó en las Naciones Unidas.
Quizá sorprenda no encontrar en los documentos de Potsdam una referencia a Japón. Stalin había prometido en Yalta que la URSS entraría en guerra a los tres meses de terminada la guerra en Europa. En esta ocasión no se puede acusar a los soviéticos de incumplimiento de la palabra dada.
Alemania firmó su rendición en Compiegne el 7 de Mayo de 1945 y su rendición incondicional al día siguiente. Los soviéticos declararon la guerra a Japón el 8 de Agosto, exactamente a los tres meses.
Pero la suerte favorecíó extraordinariamente a la URSS. Estados Unidos lanzó su primera bomba atómica, sobre Hiroshima, el 6 de Agosto y la segunda sobre Nagasaki, el día 9. El acta de rendición del Imperio del sol naciente lleva la fecha de 14 de Agosto de 1945 y fue firmada por los Altos Mandos militares japoneses y Mac Arthur a bordo del Missouri (un homenaje impensado para el presidente Truman), el 2 de Septiembre.
Los soviéticos, de hecho, no tuvieron que hacer esfuerzo alguno en su guerra contra Oriente. Pero, de derecho, habían participado en la victoria y podían reclamar -no dejaron de hacerlo, por supuesto- todas las ventajas que habían solicitado en Yalta como condiciones.
Los resultados de Potsdam fueron criticados, incluso en Estados Unidos. Summer Welles, una de las voces más autorizadas del Departamento de Estado, afirmaría: “Es una temerosa retirada de la posición que Roosevelt había asumido con firmeza en Teherán y Yalta en favor de la creación de Gobiernos representativos y libremente elegidos en Europa, considerados como salvaguardia esencial de la paz futura”.
Esa era la palabra presuntamente olvidada: paz. No, no hubo, como pensaba Churchill en 1942, una conferencia de la paz, sino tres remedos de negociación que prepararon el camino para que los aliados de la Segunda Guerra Mundial se convirtieran, poco a poco, en rivales de un nuevo período complicado y difícil: la guerra fría.