En la primera mitad del Siglo XX nos encontramos con un panorama histórico, cultural y político de lo más agitado.
En España, tras el Desastre del 98, ni la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), ni la llegada de la II República (1931-1936) apaciguaron unos ánimos que, situados en los extremos, desembocaron en la Guerra Civil Española (1936-1939). Europa estaba igual de agitada con la I Guerra Mundial y el auge de los fascismos italiano y alemán, además del comunismo soviético.
Culturalmente, en Europa ya habían surgido autores que, partiendo del Realismo imperante, comenzaron a renovar el teatro en los albores del Siglo XX:
Chéjov (La gaviota), Ibsen (Casa de muñecas), Shaw (Pigmalion) o Pirandello (Seis personajes en busca de autor). En España, siempre con unas décadas de retraso, en este primer tercio de siglo confluyen en el tiempo una cantidad de corrientes y generaciones literarias nunca vistas hasta entonces, también con disparidad de intereses estéticos y éticos. Existieron dos grandes bloques:
El teatro que realmente triunfa:
es el que continúa la tradición española precedente, y en el que lo estético y lo ideológico está frenado por lo comercial, subordinándose a los gustos del público. Se divide en tres corrientes:
Comedia burguesa:
está representada por la enorme figura de Jacinto Benavente (1866-1954), auténtico dominador de la escena española, queridísimo por el público y menospreciado por la crítica. Aunque empezó siendo atrevidamente innovador, las críticas recibidas hicieron que rectificase mitigando esos intentos renovadores. Sus obras más conseguidas serán Los intereses creados (influida por la commedia dell’arte, un homenaje al teatro clásico) y La malquerida.
Teatro costumbrista:
enlaza con el Siglo de Oro y sus entremeses, con los sainetes del Siglo XVIII y con los melodramas del Siglo XIX. Destacaron:
Carlos Arniches (1866-1943), que triunfa con el llamado “género chico” y las “tragicomedias grotescas”, como en La señorita de Trevélez; los hermanos Álvarez Quintero, que destacaron por su capacidad para crear un lenguaje propio y su representación de lo andaluz, siempre carentes de cualquier tensión social con obras de consumo fácil como El genio alegre o Malvaloca; y Pedro Muñoz Seca (1881-1936), que destacó por la búsqueda del humor por encima de todo, como en La venganza de don Mendo o Los extremeños se tocan.
Teatro poético:
se caracteriza por el verso brillante y el lirismo, además de una cierta contraposición al 98, pues aunque comparten las ansias de regeneracionismo, lo hacen desde la reafirmación del pasado heroico español, mitificado. Destacó Eduardo Marquina (1879-1946), con Las hijas del Cid o En Flandes se ha puesto el sol.
El teatro innovador (que no triunfa):
los aires de renovación teatral europeos se iban a encontrar en España con el rechazo absoluto de los circuitos comerciales y del público, algo que no había ocurrido ni en poesía ni en narrativa. En este ambiente, los dramaturgos de la Generación del 98 y en parte los del 14 optaron por la resignación, sabiendo que su teatro era de minorías y renunciando prácticamente a estrenar.
Los del 27, sin embargo, con el optimismo que les daban los años 20 y su concepción del arte como transformador del mundo, optaron por formar al público, intentando llegar a él, incluso recuperando a los clásicos. A este fin estaban destinados los esfuerzos de Lorca y Eduardo Ugarte con “La Barraca”, Rivas Cherif y su grupo teatral “El Caracol” o las Misiones Pedagógicas de la República. Según las generaciones sucesivas:
Generación del 98:
no tuvieron éxito ni Unamuno ni Azorín.
Sin embargo, la gran figura renovadora será Valle-Inclán (1866-1936).Sin lugar a dudas, uno de los dramaturgos más grandes que ha tenido este país, que consiguió transformar completamente el lenguaje y el concepto de lo teatral. Su teatro fue un reflejo de su peculiar biografía. Concebía el teatro como una obra total, donde acotaciones y diálogos, música, pintura, arquitectura y luz, forman un único texto literario indisociable, lo cual a menudo presentaba dificultades para su representación. Todo, en aras de una profunda renovación técnica, formal y temática. Fue un teatro tan nuevo que, a pesar de que algunas de sus obras se estrenaron en vida, permanecieron alejadas del gran público hasta 40 años después de su muerte. Su teatro suele dividirse en:
Ciclo modernista:
presenta ambientes estilizados, decadentes, exóticos y lejanos, como en El marqués de Bradomín, basada en sus famosas Sonatas, protagonizadas por aquel “don Juan feo, católico y sentimental”.
Ciclo mítico o épico:
lo representan la trilogía Comedias bárbaras (crónica de la desaparición de una sociedad gallega arcaica, brutal y feudal), y Divinas palabras (1920), donde extrema sus personajes marginales: rameras, ladrones, celestinas…
Ciclo de farsas:
son obras de transición hacia el esperpento, en las que muestra una visión irónico y burlesca de España, con influencia de la comedia dell’arte italiana. Fueron recogidas en Tablado de marionetas para educación de príncipes.
Ciclo esperpéntico:
lo componen Luces de bohemia (1920), y la trilogía Martes de carnaval. Las carácterísticas de esta estética o técnica, la encontramos dispersa a lo largo de su obra y se centran en estas tres ideas: el teatro de la época se encuentra encorsetado por los códigos; España se ha convertido en una deformación grotesca de la civilización europea, donde los héroes clásicos han ido a pasearse al callejón del Gato (y se miran en sus espejos deformantes); y el autor debe mirar al mundo desde un plano superior y considerar a sus personajes como seres inferiores con un punto de ironía, como Quevedo, Goya o Cervantes, no como Homero (de rodillas, sólo crea héroes) ni como Shakespeare (de pie, sólo crea humanos).
Ciclo final de teatro breve:
son las obras que se recogen bajo el título de Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte, cuadros autónomos que se relacionan temáticamente, y en los que Valle lleva al extremo sus propuestas dramáticas anteriores.
Generación del 14:
Estos autores recogieron las preocupaciones de los del 98, pero las dotaron de un toque aún más filosófico e intelectual, con numerosas influencias de las vanguardias, lo que irremediablemente les apartó del gran público. Destacaron Jacinto Grau (El señor de Pigmalión) y Gómez de la Serna (Los medios seres).
Generación del 27:
sin lugar a dudas, Federico García Lorca (1898-1936)es el otro grande del teatro español. Siempre en equilibrio entre tradición y modernidad, su teatro es eminentemente poético y, al mismo tiempo, social. Los temas de su teatro serán similares a los de su poesía: el amor frustrado; el conflicto entre la realidad y el deseo; y el enfrentamiento entre los principios de la libertad y de la autoridad. La grandeza de Lorca está en la creación de sus personajes, porque aúnan lo paradigmático y lo individual. Fue muy importante su labor pedagógica al frente de “La Barraca”. Su teatro puede dividirse en:
Etapa modernista:
emparentadas con el simbolismo juanramoniano (El maleficio de la mariposa o Mariana Pineda).
Etapa de las farsas:
emparentadas con el popular teatro de títeres (La zapatera prodigiosa).
Etapa surrealista:
sus “dramas irrepresentables”, tras su viaje a Nueva York (Así que pasen cinco años y El público).
Etapa neopopular:
no abandona cierto simbolismo, pero ahora es teatro comprometido con su tiempo, de denuncia, trágico. Aquí se sitúan sus mejores obras, la llamada “trilogía rural”: Bodas de sangre, Yerma y La casa de Bernarda Alba.
Por supuesto. Hubo otros autores del 27, sin la relevancia de Lorca, como Rafael Alberti o Miguel Hernández y también autores importantes en los que no profundizaremos por estrenar sus mejores obras tras la Guerra Civil, como Alejandro Casona, Max Aub,
Jardiel Poncela o Miguel Mihura, pero sin duda la renovación ya había nacido de la mano de las dos grandes figuras del teatro innovador anterior a 1939:
Ramón María del Valle-Inclán y Federico García Lorca.