Ética.

Ética

Pero nosotros no usamos la razón solamente para saber cómo son las cosas ni para hacer ciencia. También la utilizamos para saber qué tenemos que hacer, para dirigir nuestra conducta. Cuando, ante una decisión difícil, nos preguntamos ¿qué debo hacer?, nuestra razón tiene mucho que ver en la búsqueda de la respuesta: buscamos razones a favor o en contra, las comparamos, justificamos con ellas nuestra decisión o nos sentimos culpables por haber actuado por razones equivocadas. Este es el llamado uso práctico de la razón, o razón práctica.

Y aquí aparece una diferencia muy importante con la razón teórica, que es su dimensión moral. La razón práctica en las decisiones morales no puede basarse en los datos de los sentidos, en la experiencia. Por una razón muy clara: cuando la razón pregunta ¿qué debo hacer? no se está refiriendo a lo que existe sino a lo que debe existir, no pregunta por lo que es sino por lo que debe ser. Y es evidente que lo que debe ser (y por lo tanto todavía no es) no podemos verlo, oírlo o tocarlo. En este sentido la razón práctica es siempre pura, en el sentido que le daba Kant: sin contenido empírico. El deber ser no puede justificarse en la observación de la naturaleza: aunque veamos que alguien asesina a otro (dato empírico) la razón sigue afirmando que no se debe matar: veremos en qué se basa pero lo que está claro es que no se basa en la observación de los hechos.  Tal vez si examinamos este uso de la razón podamos aproximarnos a esos noúmenos que la ciencia no podía conocer precisamente por su falta de datos empíricos.

Mientras que la razón teórica formula afirmaciones o juicios (“el calor dilata los cuerpos”), la razón práctica formula mandamientos o imperativos (“no se debe matar”). Pero existen dos tipos de imperativos: el primero, que Kant llama hipotético, es aquel en el cual la obligación se basa en motivos de tipo empírico, o, dicho de otra forma, en un premio que se pretende conseguir o un castigo que se pretende evitar. Por ejemplo: “si quieres conservar bien la dentadura, lávate los dientes”, “si no quieres que te suspendan, estudia filosofía”. Es evidente entonces que si no nos importan las consecuencias, el imperativo deja de ser obligatorio. Este tipo de imperativo no es el que nos interesa, precisamente porque se basa en motivos que implican datos de los sentidos, con lo cual volveríamos a encontrar los mismos límites que encontrábamos en el conocimiento científico. Y hay que advertir que Kant considera empíricos también los sentimientos, como el placer, el dolor y los afectos en general, de modo que si obramos porque la acción nos produce placer o por pura compasión también estaríamos ante un imperativo hipotético.

¿Es que acaso hay otro tipo de imperativos que no sean estos? ¿Actuamos alguna vez sin buscar un premio, aunque sea afectivo, o sin la amenaza de un castigo? Kant no lo duda: existen imperativos categóricos, es decir aquellos en los cuales la obligación se basa únicamente en el deber: haz esto porque debes. Y punto. Por lo tanto no dependen de ninguna condición, de ningún premio ni castigo, ni siquiera afectivo, ni siquiera, para los creyentes, de la esperanza de la salvación eterna ni del temor al infierno. Por ejemplo: supongamos que tengo un amigo rico que está casado con la mujer que yo quiero. Estamos solos al borde de un precipicio, no hay nadie en varios kilómetros a la redonda. Me bastaría un suave empujón en su espalda para quedarme con su dinero y su mujer, sin ningún riesgo de castigo. ¿Por qué no lo hago? Desde el punto vista hipotético y empírico todo son ventajas; sin embargo, está claro que no debo hacerlo. Pero también es cierto que podrían existir otras razones ocultas, como el miedo a los remordimientos o el temor a la vida futura, lo cual nos volvería a llevar al terreno empírico de los premios y los castigos.



El deber moral no se puede demostrar con teorías: es un hecho, y como todo hecho se impone sin necesidad de pruebas. Si alguien le discutiera a Kant la existencia del deber moral, argumentando que siempre obramos por nuestras conveniencias empíricas, Kant le contestaría que no puede seguir la discusión. Se trataría de un caso similar al de una persona que escuchara una sinfonía de Mozart y opinara que desde el punto de vista estético no se diferencia del ruido de una moto: es imposible demostrarle lo contrario. Todo lo que sigue parte del hecho de que existe el deber moral, aun cuando siempre podamos discutir acerca de su contenido concreto, su fundamento, su origen. Y aun cuando no podamos demostrarlo, hay que reconocer que la experiencia cotidiana de cualquier persona normal es capaz de distinguir cuándo está obrando por interés propio y cuando se enfrenta a una obligación moral, aun cuando existan situaciones confusas.♣♥¿En qué consiste ese imperativo categórico? Sabemos, por ejemplo, en qué consisten los mandamientos judeo-cristianos: amar a Dios, no matar, honrar padre y madre, etc. El imperativo categórico no se ocupa de estos contenidos; no indica qué debemos o no debemos hacer sino cómo debemos hacerlo. Por eso es un imperativo formal: se refiere a la forma, a la manera  en que actuamos, y no pretende proponer una lista de acciones buenas o malas. Porque una misma acción puede ser moral o no serlo según su forma: podemos, por ejemplo, ayudar a un amigo por deber o esperando una recompensa por su parte. Y por eso también el imperativo es autónomo: para que la acción tenga valor moral debe provenir de mi propia voluntad, de tal modo que la mera obediencia a una norma que viene de fuera no basta para que la consideremos valiosa moralmente.↔Kant propone varias fórmulas del imperativo categórico. Dice una de ellas: “Obra de manera que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de los demás, siempre como un fin y no sólo como un medio”. Un fin vale por sí mismo, un medio vale en la medida en que nos conduce al fin. Siempre que utilizo a una persona para conseguir mis fines la estoy tratando como medio, lo cual no significa que esté actuando mal: sólo indica que a mi acción no la guían motivos morales sino la utilidad. Cuando un peluquero me corta el pelo ambos nos tratamos como medios: yo para mejorar mi aspecto, él para ganarse la vida, de modo que sería absurdo creer que acudir a la peluquería me convierte en una buena persona. Pero imaginemos que en plena tarea el peluquero tiene un infarto y yo olvido mi prisa y me dedico a auxiliarle: en ese momento ha dejado de ser un medio y lo estoy tratando como fin, es decir, como un valor en sí mismo, ya que como peluquero ha dejado de serme útil.  Sólo allí comienza la moralidad de la acción. Obsérvese que Kant no censura que nos tratemos como medios: todas las relaciones sociales están organizadas así, desde los peluqueros a los profesores, pasando por los médicos y los fontaneros. Dice que la moral empieza cuando, además de tratarnos como medios, nos tratamos como fines, es decir, como personas cuyo valor no está determinado por su utilidad sino por el mero hecho de existir como seres humanos. La humanidad es, por lo tanto, el único fin que vale por sí mismo y por lo tanto el  único contenido de la moral kantiana. Y hay que advertir que esta humanidad no es sólo la de los demás sino también la nuestra: según Kant, tampoco debemos tratarnos a nosotros mismos como si fuéramos sólo medios, lo cual implica que tenemos el deber de respetarnos y a exigir para nosotros el mismo respeto con que debemos tratar a los demás. Esta es la norma fundamental de la razón práctica, y por lo tanto es una norma universal, como todo lo que procede de la razón. Cuando voy a tomar una decisión moral, dice Kant, debo preguntarme si lo que voy a hacer puede convertirse en una norma universal, que valga para todos los hombres. Si es así, puedo estar seguro de que me estoy guiando por un criterio racional y no por mis intereses particulares y egoístas. Interpretando esta afirmación desde el momento actual, la universalidad del imperativo se opone a toda forma de discriminación como el racismo, la xenofobia o el machismo, que seleccionan a los seres humanos según cualidades empíricas.