Un Nuevo Modelo Político: El Absolutismo Borbónico
La Guerra de Sucesión supuso la confirmación de la dinastía de los Borbones en España. Durante el siglo XVIII se sucedieron los reinados de Felipe V y sus descendientes, que establecieron un sistema político, una forma de gobierno y una política exterior sustancialmente diferentes de las que había seguido la monarquía de los Austrias españoles.
Absolutismo, Centralización y Uniformidad
La monarquía absoluta era un modelo de gobierno en el cual el rey gozaba de grandes poderes. El mismo Estado se confundía con su persona, del rey eran los territorios y de él también provenían las leyes. No existía ningún tipo de institución y legalidad que pudieran coartar sus deseos (aunque esto era la teoría, porque en la práctica el rey siempre tuvo limitaciones). Además, su poder tenía un origen divino y estaba legitimado por la Iglesia.
Este modelo de monarquía surgió en el siglo XVII y encontró su mejor plasmación en Francia, bajo la dinastía de los Borbones (especialmente en el reinado de Luis XIV). Los Austrias españoles también quisieron un modelo similar, pero fueron incapaces de imponerlo porque no quisieron doblegar totalmente a la Aristocracia y tampoco lograron eliminar los privilegios forales de algunos reinos (Aragón, Cataluña, Navarra, Valencia, etc.).
La llegada al trono español de un rey francés, educado bajo las premisas del Absolutismo, podía hacer suponer que el cambio de modelo sería inmediato. Pero no fue así, hubieron de confluir más factores para promover el cambio político: la Guerra de Sucesión, que proporcionó la oportunidad, y la presencia de una élite de eficaces funcionarios, que pusieron los medios. Así, se iniciaron reformas para fortalecer el Estado mediante la centralización política y la uniformidad legislativa e institucional.
Las primeras medidas estuvieron determinadas por las necesidades de la guerra. Se reformó el ejército (aislamiento obligatorio, compras de armamento, etc.) y se promovió también una reforma de la recaudación fiscal que pretendía aumentar los ingresos.
El siguiente paso fue cambiar la estructura del gobierno de la monarquía. El sistema polisinodial de los Austrias fue marginado de las gestiones de gobierno a favor de un consejo o secretaría de Despacho, al frente del cual estuvo un secretario nombrado por el rey.
Pero, en 1714, la secretaría de Despacho se dividió en cuatro secretarías: Guerra, Marina e Indias, Justicia y Estado. Posteriormente se añadiría la de Hacienda. Estas secretarías fueron los antecedentes de los actuales ministerios.
Los Decretos de Nueva Planta
Otro paso importante en el afán uniformizador fue la aplicación de los Decretos de Nueva Planta, en 1707 en Valencia y Aragón, en 1715 en Mallorca y en 1716 en Cataluña. A través de ellos se suprimieron los fueros y las instituciones de los reinos de la Corona de Aragón, que pasaron a ser gobernados por las leyes castellanas, más proclives a la intromisión real. El más estricto fue el de Valencia, pues en él se suprimió incluso el uso del derecho civil, aspecto que se respetó en los restantes.
De esta manera, todo el territorio de la monarquía española pasaba a tener un sistema de gobierno uniforme, con la sola excepción de Navarra y el País Vasco, que por su apoyo a Felipe V pudieron conservar sus fueros.
Con la Nueva Planta, se integraron los consejos territoriales en el de Castilla, que pasó a ser el centro del gobierno interior de España. Fue el único consejo que tendría una cierta relevancia durante el siglo XVIII.
La División Provincial
La centralización y la uniformidad se manifestaron también en la administración de los territorios. Se cambió la ordenación territorial; los Decretos de Nueva Planta habían convertido a los reinos de la Corona de Aragón en provincias gobernadas por un capitán general -se producía así una militarización de la administración-. Este sistema provincial se generalizó a toda España, que se dividió en once capitanías generales. La administración de los distintos territorios quedó en manos de nuevos cargos:
- Los intendentes, que se establecieron definitivamente desde 1749, y cuyas funciones eran administrativas, judiciales y hacendísticas. Eran nombrados por el monarca o por el secretario de Estado. De ellos dependían los antiguos corregidores, que controlaban los municipios.
- Los capitanes generales que sustituyeron a los virreyes, ahora suprimidos salvo en América. Tenían la jefatura militar de su provincia y presidían las Audiencias, por lo que tenían competencias judiciales. Junto a los intendentes eran los ejes del nuevo absolutismo en las provincias.
El Control de la Iglesia: El Regalismo
Otra de las facetas de la política absolutista fue el control de la Iglesia. Desde los Reyes Católicos, todos los soberanos que habían intentado afianzar su poder procuraron limitar la influencia eclesiástica. Esta práctica, llamada regalismo, consistía fundamentalmente en que los monarcas lograban el derecho a intervenir en algunos aspectos de la vida interna de la Iglesia.
Los Borbones consideraron que ese derecho ya no dependía de las concesiones del papado, sino que era consustancial a la soberanía absoluta que poseía el rey, el cual tenía facultad para decidir en aquellas medidas que afectasen a su reino. No hay que entender esta política como un cuestionamiento de la religión ni del poder del papado sobre las cuestiones teológicas; solamente se trataba de asegurarse un control político y económico de la Iglesia.
Los objetivos de Felipe V respecto a la política religiosa fueron dos:
- El reconocimiento del derecho a designar los cargos eclesiásticos en España.
- Recaudar las rentas de aquellas sedes obispales vacantes, así como las sumas que cobraban todos los tribunales eclesiásticos.
El acuerdo con la Iglesia llegó mediante la firma del Concordato de 1737. En él, Felipe V no solo lograba sus objetivos, sino que conseguía además que la Santa Sede aceptase, al menos sobre el papel, algunas concesiones económicas, como el pago de impuestos. No obstante, estas medidas no tuvieron una pronta aplicación.
La política regalista se mantuvo con los sucesores de Felipe V. Fernando VI firmó un nuevo Concordato (1753). Y, ya durante el reinado de Carlos III, se produjo otra manifestación del choque entre la monarquía y la Iglesia: la expulsión de los jesuitas en 1767 y la confiscación de todos sus bienes. La justificación de la medida se basó en la acusación de que los jesuitas habían promovido conspiraciones políticas. Siguiendo esta política, Carlos III limitó también algunas competencias de la Inquisición.
La Reforma del Ejército y la Armada
Los Borbones comprendieron pronto la necesidad de disponer de un ejército y una armada eficientes. Su existencia era un reflejo del poder del Estado y, al mismo tiempo, uno de los principales brazos ejecutores de su política absolutista. Eran también el principal instrumento de la proyección exterior de la monarquía.
Las principales actuaciones se encaminaron a superar el estado de postración en el que había caído el ejército durante el siglo XVII. Las necesidades de la Guerra de Sucesión impulsaron las primeras medidas:
- Nuevos sistemas de reclutamiento (1704) entre la población masculina, exceptuando la nobleza, que suministraba la oficialidad.
- Cambios en la organización militar: el tercio fue sustituido por el regimiento como unidad básica.
- Creación de un ejército permanente y profesionalizado, que dependería de los presupuestos del gobierno central. Su existencia supondría una gran carga económica para el Estado.
Sin embargo, no tardaron en aparecer nuevos problemas: las dificultades del reclutamiento en algunas provincias, especialmente en Cataluña; la corrupción del sistema de leva, etc. Además, la modernización del ejército no se logró completamente. Más tarde, Carlos III realizó nuevas reformas inspiradas en el modelo militar prusiano.
La necesidad de una marina de guerra poderosa resultaba evidente. España precisaba ser una potencia marítima, tanto por su realidad geográfica como para la conservación de las colonias americanas. Para ello, era necesario disponer de un número suficiente de barcos de guerra y de una buena capacidad de construcción naval. Con ese objetivo, se fomentó la construcción de nuevos astilleros y arsenales (El Ferrol, Cádiz, Cartagena, etc.). En consecuencia, el número y la calidad de los buques se incrementaron.
La marina también se profesionalizó y se modificó su administración, destacando en estos aspectos la obra reformadora de José Patiño y el impulso del marqués de la Ensenada. Durante el reinado de Carlos III, la marina continuó mejorándose, pero perduraron algunos problemas, como la escasa formación de la oficialidad.