Política y Sociedad en San Agustín
En cuanto a la sociedad y la política, San Agustín expone sus reflexiones en La ciudad de Dios, obra escrita para defender al cristianismo de la acusación formulada por los paganos de que la religión cristiana era la principal responsable de la decadencia y desaparición del Imperio Romano. En esa obra, San Agustín intenta explicar tales hechos partiendo de la concepción de la historia como el resultado de la lucha de dos ciudades: la del Bien (Ciudad de Dios) y la del Mal (Ciudad Terrenal). Al igual que Platón, San Agustín comienza con un análisis de la naturaleza humana: el ser humano está compuesto de cuerpo y alma; en consecuencia, hay en el hombre unas tendencias e intereses terrenales y materiales, unidos al cuerpo, y unos intereses espirituales y sobrenaturales, propios del alma.
La historia de la humanidad, sus sucesivas civilizaciones y Estados, siempre ha estado dominada por este conflicto de intereses que San Agustín expresa con la metáfora de las dos ciudades:
- La Ciudad Terrena: Basada en el predominio de los intereses mundanos, formada por aquellos hombres que se aman exclusivamente a sí mismos y llegan hasta el desprecio de Dios.
- La Ciudad de Dios: Basada en el predominio de los intereses espirituales, formada por aquellos hombres que aman a Dios por encima de sí mismos. Está representada por la Iglesia visible (jerarquía eclesiástica) e invisible (comunidad de fieles) y, por último, como culminación, por el imperio cristiano.
La lucha entre las dos ciudades continuará hasta el final de los tiempos, en que la Ciudad de Dios triunfará sobre la terrenal, apoyándose San Agustín en los textos sagrados del Apocalipsis. El providencialismo es la tesis que entiende el desarrollo de la historia como un proceso en el que el hombre es movido por Dios para la consecución del bien universal. La providencia divina lo abarca todo, la existencia del bien que Dios quiere, y la presencia del mal que Dios permite para que se obtengan de él beneficios mayores.
San Agustín no separa política y religión, ya que si un Estado aspira a la justicia social debe convertirse en un Estado cristiano, pues sólo el cristianismo hace buenos a los hombres. Añade que la Iglesia es la única comunidad perfecta y claramente superior al Estado, que debe inspirarse en ella. San Agustín admitió la legitimidad del Estado para exigir al cristiano obediencia a las leyes civiles (de acuerdo con la máxima evangélica de “dar al César lo que del César y a Dios lo que es de Dios”). Acepta que la sociedad es necesaria al individuo, aunque no sea un bien perfecto; sus instituciones se derivan de la naturaleza humana, siguiendo la teoría de la sociabilidad natural de Aristóteles. Además, el poder de los gobernantes procede directamente de Dios. Sin embargo, su obra es el punto de partida de una reivindicación que será fuente de constantes conflictos históricos: la supremacía del poder espiritual sobre el temporal, es decir, la superioridad del poder del Pontífice sobre el Emperador.
Ética en San Agustín: El Mal y la Libertad
San Agustín, figura central del pensamiento cristiano, dedicó gran parte de su vida a reflexionar sobre la naturaleza del mal y la libertad del hombre. Su obra, marcada por la búsqueda constante de la verdad, ofrece una visión profunda y compleja de la condición humana.
En sus primeros años, San Agustín se vio atraído por el maniqueísmo, una doctrina que postulaba la existencia de dos principios opuestos: el bien y el mal. Sin embargo, con el tiempo, esta visión simplista del mundo no logró satisfacer sus interrogantes. Fue entonces cuando se adentró en la filosofía de Platón, encontrando en ella una mayor riqueza y profundidad.
La conversión de San Agustín al cristianismo marcó un punto de inflexión en su pensamiento. En las Sagradas Escrituras encontró la respuesta que tanto anhelaba: la solución al problema del mal. A partir de ese momento, dedicó su obra a reconciliar la libertad del hombre con el señorío y la gracia de Dios.
Uno de los conceptos clave en la teología de San Agustín es el libre albedrío. Para él, la libertad no se limita a la ausencia de constricciones externas, sino que implica la autodeterminación de la voluntad orientada al bien. El hombre, dotado de libre albedrío, es capaz de elegir entre el bien y el mal.
Sin embargo, San Agustín también reconoce que el libre albedrío se ha visto debilitado por el pecado original. Tras la caída de Adán y Eva, el hombre perdió la Libertad, es decir, la capacidad de no pecar. Ahora solo le queda el libre albedrío, la capacidad de elegir entre el bien y el mal, pero con una inclinación natural hacia el pecado.
Para alcanzar la salvación y ser verdaderamente libre, el hombre necesita la gracia de Dios. La gracia es un don divino que nos permite superar las limitaciones del libre albedrío y obrar el bien. Sin la gracia, el hombre está condenado a repetir sus errores y permanecer esclavo del pecado.
La relación entre el libre albedrío y la gracia es uno de los temas más complejos de la teología agustiniana. San Agustín sostiene que ambas son necesarias para la salvación. El libre albedrío nos permite elegir libremente el bien, mientras que la gracia nos da la fuerza para hacerlo.
En definitiva, la visión de San Agustín sobre el libre albedrío nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la libertad humana. Somos libres, pero nuestra libertad no es absoluta. Estamos condicionados por nuestra naturaleza pecadora y necesitamos la ayuda de Dios para alcanzar la verdadera libertad, aquella que se encuentra en el amor y el servicio a Dios.
Antropología en San Agustín: El Ser Humano
En la estructura jerárquica de la creación, las más nobles criaturas creadas por Dios son los ángeles y a continuación está el ser humano. Mientras que el ángel es espíritu puro, el ser humano es un compuesto de cuerpo (materia) y alma (forma). La realidad más importante es el alma, dentro de la más estricta tradición platónica, concibiendo el cuerpo como un mero instrumento del alma. El alma lleva a cabo sus funciones mediante tres facultades:
- Memoria: que hace posible la reflexión.
- Entendimiento: que permite la comprensión (incluye la razón inferior y la razón superior).
- Voluntad: que permite el amor.
El alma es una sustancia espiritual, simple, indivisible e inmortal. Los argumentos para defender la inmortalidad proceden del platonismo: siendo el alma de naturaleza simple no puede descomponerse, ya que no tiene partes, por lo que ha de ser indestructible. San Agustín negó la teoría platónica de la preexistencia del alma y explica su origen mediante la teoría del traducianismo, según la cual, el alma se transmite de padres a hijos al ser generada por los padres, igual que éstos generan el cuerpo (de este modo se podría explicar la transmisión del pecado original, pero se plantea el problema de la unidad y simplicidad del alma individual).
El hombre, según San Agustín, se caracteriza por una actitud de búsqueda constante que lo lleva a autotrascenderse, a buscar más allá de sí mismo. Este impulso de autotrascendimiento no tiene lugar solamente en el ámbito del conocimiento, sino también en el ámbito de la voluntad. El hombre busca la felicidad, pero solamente puede hacer feliz al hombre algo que sea más que el hombre mismo, y esto no es otra cosa que Dios. El fin último del ser humano consiste en la salvación, objetivo inalcanzable en esta vida, dado el carácter trascendente de la naturaleza humana, dotada de un alma inmortal, por lo que sólo podrá ser alcanzado en la otra vida.
Al estar estrechamente unida al cuerpo, el alma del hombre se halla en una condición oscilante y ambigua entre la luz (Dios, el bien) y la oscuridad (el mal, el pecado). Pero Agustín no responsabiliza a Dios del mal que hay en el mundo. La solución agustiniana al problema del mal se alejará del maniqueísmo, para quien el mal era una cierta forma de ser que se oponía al bien. San Agustín adopta la tesis neoplatónica que sostiene que el mal no es ser, sino defecto o ausencia de ser y de bien. Ahora bien, aunque el cuerpo no es malo, sí puede ser un obstáculo para la salvación a consecuencia del pecado original. La salvación del alma es el fin último del ser humano y se logra con la búsqueda y reencuentro con Dios, para lo cual hay que apartarse de los efectos moralmente perniciosos del pecado original sobre el cuerpo.
El libre albedrío es la posibilidad de elegir voluntariamente el bien o el mal, opción que tiende siempre hacia el polo negativo. Dios nos ha dado el libre albedrío para poder elegir hacer el bien y esa es la razón de que se castigue con justicia al que lo usa para pecar. Como consecuencia del pecado original y por estar el hombre sujeto al dominio del cuerpo, es difícil que elija dejar de pecar. Por ello, sólo la libertad, entendida como una gracia divina que nos empuja a hacer exclusivamente el bien, puede redimirlo de su condición y hacerlo merecedor y capaz de buenas obras.
El pelagianismo sostenía que el hombre es naturalmente capaz de obrar virtuosamente sin necesidad del socorro extraordinario de la gracia. San Agustín considera que sin la ayuda de Dios, el hombre no puede hacer otra cosa que alejarse del ser, de la verdad y del amor, esto es, pecar y condenarse. Por esto él no puede tener méritos propios que hacer valer ante Dios. Los méritos del hombre no son más que dones divinos.
Teoría del Conocimiento en Santo Tomás
Santo Tomás no se ocupó específicamente de desarrollar una teoría del conocimiento, del modo en que se ocuparán de ello los filósofos modernos. Al igual que para la filosofía clásica, el problema del conocimiento se suscita en relación con otros problemas en el curso de los cuales es necesario aclarar en qué consiste conocer. En el caso de Santo Tomás, esos problemas serán fundamentalmente teológicos y psicológicos. No obstante, la importancia que adquirirá el estudio del conocimiento en la filosofía moderna hace aconsejable que le dediquemos un espacio aparte.
Todo nuestro conocimiento comienza con los sentidos; siguiendo la posición aristotélica al respecto, Santo Tomás, habiendo rechazado las Ideas o formas separadas, estará de acuerdo con los planteamientos fundamentales del estagirita. El alma, al nacer el hombre, es una “tabula rasa” en la que no hay contenidos impresos. Los objetos del conocimiento suscitan la actividad de los órganos de los sentidos, sobre los que actúan, produciendo la sensación, que es un acto del compuesto humano, del alma y del cuerpo, y no sólo del alma como pensaba Platón. Para que haya conocimiento es necesario, pues, la acción conjunta de ambos, por lo que la posibilidad de una intuición intelectual pura, que ponga directamente en relación el intelecto y el objeto conocido, queda descartada.
Santo Tomás seguirá la explicación del conocimiento ofrecida por Aristóteles. El objeto propio del reconocimiento intelectivo es la forma, lo universal; pero esa forma sólo puede ser captada en la sustancia. Por lo tanto, es necesario que la sustancia, la entidad concreta e individual, sea captada mediante los sentidos, para poder ofrecer al entendimiento su objeto propio de conocimiento. Esta actividad primaria es realizada por los sentidos, quienes, en colaboración con la imaginación y la memoria, producen una imagen sensible (“phantasma”) de la sustancia, que sigue siendo una imagen concreta y particular; sobre esa imagen actuará el entendimiento agente, dirigiéndose a ella para abstraer la forma o lo universal, la “especie inteligible”, produciendo en el entendimiento paciente la “species impressa” quien, a su vez, como reacción producirá la “species expressa”, que es el concepto universal o “verbum mentis”. El proceso de abstracción consiste, pues, en separar intelectualmente lo universal, que sólo puede ser conocido de esta manera. La consecuencia es la necesidad de tomar como punto de partida la experiencia sensible en todo conocimiento. También en el conocimiento de las cosas divinas, por lo que Santo Tomás adoptará el método “a posteriori” en su demostración de la existencia de Dios a través de las cinco vías.
Al igual que para Aristóteles, pues, el objeto del verdadero conocimiento es la forma, lo universal, y no lo particular: de la sustancia concreta: conocemos la forma, no la materia, que en cuanto materia prima resulta también incognoscible. Por lo demás, aunque el punto de partida del conocimiento sea lo sensible, lo corpóreo, su objeto propio es la forma, lo inmaterial. ¿Qué ocurre entonces con aquellas sustancias no materiales? Para Santo Tomás está claro: no es posible tener en esta vida un conocimiento directo de ellas (los ángeles y Dios). El conocimiento de estas sustancias sólo se puede obtener por analogía, en la medida en que podamos tener un conocimiento de los principios y de las causas del ser.