El Movimiento Obrero y Social en la España del Siglo XIX

Los Primeros Movimientos Sociales

El Nacimiento del Movimiento Obrero

La primera legislación liberal no contemplaba ningún tipo de normativa que regulara las relaciones laborales y prohibía de manera explícita la asociación obrera. Ante esta situación, las primeras manifestaciones de protesta obrera contra el nuevo sistema industrial tomaron un carácter violento, clandestino y espontáneo. En la década de 1820, el ludismo fue la primera expresión de la rebeldía obrera contra la introducción de nuevas máquinas, a las cuales se atribuía la responsabilidad de la pérdida de puestos de trabajo y de la merma de los jornales. El incidente más relevante fue el incendio de la fábrica Bonaplata en Barcelona, el primer vapor que funcionó en España.

Los trabajadores se dieron cuenta de que el origen de sus problemas no eran las máquinas, sino las condiciones de trabajo que imponían los propietarios. De manera progresiva, el eje de la protesta obrera se fue centrando en las relaciones laborales y la lucha obrera se orientó hacia la defensa del derecho de asociación y el mejoramiento de las condiciones de vida y trabajo. Va a surgir así un primer embrión de asociacionismo obrero para la defensa de sus intereses y en 1834 un grupo de tejedores de Barcelona presentó un documento al capitán general de Cataluña contra la decisión patronal de alargar las dimensiones de las piezas mientras que se les pagaba la misma cantidad.

El movimiento asociacionista obrero se extendió y se crearon sociedades de socorros mutuos o sociedades mutualistas, a las que los obreros asociados entregaban una pequeña cuota para asegurarse una ayuda en caso de enfermedad o asistencia a sus familias en caso de muerte. La primera de estas asociaciones fue la Asociación de Protección Mutua de los Tejedores de Algodón (por Joan Muns en Barcelona). El asociacionismo se extendió por muchos lugares de España y significó la extensión de las reivindicaciones obreras, fundamentalmente en referencia al aumento salarial y a la disminución del tiempo de trabajo.

Las huelgas fueron un instrumento usado cada vez con más frecuencia para presionar a los amos. Por ello, las sociedades obreras crearon un fondo para ayudar a los obreros en huelga, las llamadas cajas de resistencia. El hecho más trascendental fue la primera huelga general declarada en España (1855) durante el Bienio Progresista. Tuvo su origen en Barcelona, como reacción a la introducción de unas nuevas máquinas hiladoras, que ahorraban mano de obra y dejaron a muchos obreros en situación de paro.

Las Revueltas Agrarias

Los conflictos y las revueltas en el campo fueron una constante en la historia española del siglo XIX. El aumento de la población agraria asalariada sin un crecimiento paralelo del trabajo y los recursos, provocó un problema social grave, sobre todo en Andalucía. Hacia 1840, una onda de manifestaciones y ocupaciones de tierras recorrió el campo andaluz, donde el jornalismo y las malas cosechas provocaron situaciones de hambre crónica y se produjeron la quema de cosechas y la matanza del ganado, hechos que podrían asimilarse a los movimientos de carácter ludita. El problema se agravó en el año 1855 con la desamortización de los bienes comunales de los municipios rurales, porque estas tierras de aprovechamiento comunitario pasaron a manos privadas. Como consecuencia, se produjeron más insurrecciones campesinas que fueron reprimidas duramente por el ejército y la Guardia Civil. La represión del movimiento provocó un gran número de víctimas entre los campesinos sublevados.

A raíz de estas luchas sociales, en las décadas de 1830 y 1870, el bandolerismo se extendió por Andalucía como respuesta individual y violenta a la magnitud de las desigualdades sociales. Va a ser la época de los bandoleros que se refugiaban en Sierra Morena y que, reunidos en grupos, asaltaban caminos, cortijos y pueblos pequeños.

Socialismo Utópico y Republicanismo

El movimiento obrero y jornalero primitivo se vio potenciado cuando sus reivindicaciones pudieron contar con el apoyo de doctrinas como el socialismo en sus diferentes definiciones. La primera fue el llamado socialismo utópico, que pretendía crear sociedades igualitarias con propiedad colectiva y reparto equitativo de la riqueza y acabar con las injusticias de la sociedad liberal. La entrada de las doctrinas socialistas en España se produjo gracias a la difusión del pensamiento de socialistas utópicos franceses como Saint-Simon. La figura más notable del socialismo español en el siglo XIX fue Joaquín Abreu, que defendió la creación de falansterios, unas cooperativas de producción y consumo que producían por sí mismas todo lo necesario para sus habitantes. Desde Andalucía, el socialismo llegó a Madrid y Barcelona, donde surgió un núcleo de saintsimonianos alrededor de Felipe Monlau y uno de cabetianos encabezados por Abdó Terrades y Narcís Monturiol.

Hubo muchos escritores que difundieron el socialismo y el cooperativismo por medio de libros y prensa (Fernando Garrido, Sixto Cámara, Ramón de la Sagra y Francesc Pi i Maragall). Por lo que respecta a la política, el primitivo obrerismo español estuvo siempre muy vinculado al republicanismo federal. Cuando (en 1868) se otorgó el sufragio masculino, los obreros votaron sistemáticamente por el republicanismo porque les parecía la opción más favorable a sus aspiraciones sociales.

La Llegada del Internacionalismo (1868-1874)

La Llegada de la Internacional a España

Después del triunfo de la Revolución de Septiembre, llegó a España un enviado de la AIT (Asociación Internacional de Trabajadores, también llamada Primera Internacional), el italiano Giuseppe Fanelli, que viajó a Madrid y Barcelona para crear los primeros núcleos de afiliados a la Internacional, en los que participaron dirigentes sindicales como Anselmo Lorenzo y Ramón Farga Pellicer. Fanelli, que era miembro de la organización anarquista Alianza Internacional de la Democracia Socialista (fundada por Bakunin), difundió los ideales anarquistas como si fueran los de la AIT. Los primeros afiliados españoles a esta organización fueron obreros que creyeron que el programa de la Alianza (supresión del Estado, colectivización, apoliticismo, etc.) se basaba en los principios generales de la Primera Internacional, lo que contribuyó a la expansión y al arraigo de las ideas anarquistas entre el proletariado catalán y los agricultores andaluces.

A partir de 1869, se habían difundido por toda España las asociaciones obreras, que llegaron a ser hasta 195 con 25.000 afiliados. Los núcleos más importantes fueron Barcelona, Madrid, Levante (Alcoy) y Andalucía. En el primer congreso de la Federación Regional Española (FRE) de la AIT, celebrado en Barcelona, se adoptaron acuerdos claramente concordantes con la línea anarquista del obrerismo. Se definió la huelga como el arma fundamental del proletariado.

La Crisis y la Escisión en la FRE

En el año 1871 llegó a Madrid Paul Lafargue, yerno de Karl Marx, e impulsó el grupo de internacionalistas madrileños favorables a las posiciones marxistas. Integrado por Francisco Mora, José Mesa y Pablo Iglesias, este grupo desarrolló, a través del periódico La Emancipación, una amplia campaña a favor de la necesidad de que la clase obrera conquistara el poder político. Las discrepancias entre las dos corrientes internacionalistas culminaron en el año 1872 con la expulsión del grupo madrileño de la FRE y con la fundación de la Nueva Federación Madrileña, de carácter marxista. El internacionalismo vivirá su momento álgido durante la Primera República, cuando diferentes grupos anarquistas fueron a adoptar una posición insurreccional que provocó la revolución y la formación del Estado. Después del fracaso de estas revueltas, la FRE de la AIT perdió fuerza y su declive definitivo tuvo lugar en 1874, cuando el nuevo régimen de la Restauración la declaró ilegal y se vio obligada a moverse en la clandestinidad.

Anarquismo y Socialismo (1874-1900)

El Anarquismo Apolítico

En el año 1881, la sección española de la Internacional (FRE), de tendencia bakuninista, cambió su nombre por el de Federación de Trabajadores de la Región Española (FTRE), debido a la necesidad de adaptarse a la nueva legalidad, que prohibía las organizaciones de carácter internacional dirigidas desde el extranjero. La nueva organización tenía su mayor implantación entre los jornaleros de Andalucía y los obreros de Cataluña. Los desacuerdos dentro de esta organización y la represión constante sobre el movimiento obrero y campesino favorecieron que una parte del anarquismo optara por la acción directa y organizara grupos autónomos revolucionarios con el objetivo de atentar contra los fundamentos del capitalismo: el Estado, la burguesía y la Iglesia.

Durante la etapa 1893-1897 se produjeron los actos más destacables de violencia social: atentados contra personajes cruciales de la vida política (Cánovas y Martínez Campos); bombas en el Liceo de Barcelona, una institución representativa de la sociedad burguesa, o contra la procesión del Corpus. El anarquismo fue acusado de estar detrás de la Mano Negra, una asociación clandestina que actuó en Andalucía a finales del siglo XIX y a la que se atribuyeron asesinatos e incendios de cosechas y de edificios. Los atentados o las revueltas anarquistas fueron una espiral de violencia basada en una dinámica de acción/represión/acción. El momento clave de esta espiral fueron los Procesos de Montjuïc, celebrados en 1897 en Barcelona, en los que fueron condenados y ejecutados cinco anarquistas.

La proliferación de atentados profundizó la división del anarquismo entre los partidarios de continuar con la acción directa y los que propugnaban una acción de masas. Viejos anarquistas (Anselmo Lorenzo o intelectuales), así como amplios grupos obreros, se manifestaron contrarios al terrorismo. En consecuencia, plantearon la revolución social como un objetivo a medio plazo y propugnaron la necesidad de formar organizaciones de carácter sindical. Esta nueva tendencia, de clara orientación anarcosindicalista, fue a comenzar a dar sus frutos a principios del siglo XX, con la creación de Solidaridad Obrera (1907) y la CNT (1910).

El Socialismo Obrero

La Nueva Federación Madrileña de la AIT, creada por los obreros de tendencia marxista, tuvo una vida efímera. En 1876, tras la desaparición de la Internacional, sus miembros decidieron constituir un partido político. Un grupo de madrileños, entre los que se encontraban Pablo Iglesias, fundaron el Partido Socialista Obrero Español (PSOE) en 1879. En 1886, el partido publicó su primer semanario, El Socialista. El Partido Socialista se definía como marxista, era de orientación netamente obrerista y partidario de la revolución social. Presentaba también un programa de reformas que incluía los derechos de asociación, reunión y manifestación, el sufragio universal, la reducción de las horas de trabajo, la prohibición del trabajo infantil y otras medidas de carácter social.

El partido creció lentamente por toda España y a finales de siglo ya había agrupaciones socialistas en muchos lugares. El desarrollo fue difícil en lugares dominados por el anarcosindicalismo como Cataluña. En 1899, tras la fundación de la Segunda Internacional (socialista), se afilió a esa organización y contribuyó a introducir en España la Fiesta del Trabajo (1 de mayo). En 1888, el partido celebró su primer congreso en Barcelona y el mismo año se fundó la Unión General de Trabajadores (UGT), que no se declaró marxista, sino que dejó libertad de militancia política a sus afiliados. La coincidencia de sus líderes con los del Partido Socialista hizo que se fuera introduciendo cada vez más en el ámbito del marxismo. La UGT se organizó en sindicatos por oficio en cada localidad y siempre practicó una política muy prudente en sus reivindicaciones, recurriendo a la huelga sólo como última posibilidad, al contrario del anarcosindicalismo.

Reformismo y Cuestión Social

Hacia 1880, la dureza de las condiciones de vida y de trabajo de los obreros, hicieron que algunos sectores del liberalismo fueran tomando conciencia de la conveniencia de racionalizar las relaciones de trabajo de la sociedad industrial. Los gobiernos plantearon la oportunidad de que el Estado ejerciera una acción compensatoria y que reglamentara las relaciones económicas y laborales. En 1878, se aprobaron las primeras leyes reguladoras de los trabajos peligrosos para los niños, la creación de asilos para obreros y la reconstrucción de barrios para los obreros. En 1883 se creó la Comisión de Reformas Sociales, un órgano gubernamental que tenía la finalidad de informar sobre la condición obrera y fomentar el reformismo social. Pero la mayor parte de las leyes reguladoras de las condiciones de trabajo y de negociación colectiva no vieron la luz hasta las primeras décadas del siglo XX.

El Sistema Político de la Restauración

Un Nuevo Sistema Político

Los grupos conservadores españoles recibieron con satisfacción la Restauración de los Borbones porque esperaban que la nueva monarquía devolviera la estabilidad política y pondría fin a cualquier intento de revolución democrática y social en España. Cánovas no buscaba el retorno a los tiempos de Isabel II, sino la construcción de un nuevo modelo político que superara algunos de los problemas endémicos del liberalismo precedente: el carácter partidista y excluyente de los moderados durante el reinado isabelino y el intervencionismo de los militares en la política. Para lograr su propósito se propuso dos objetivos: elaborar una Constitución que vertebrara un sistema político basado en el bipartidismo y pacificar el país poniendo fin a la Guerra de Cuba y al conflicto carlista. La primera medida política de importancia fue la convocatoria de elecciones para unas Cortes Constituyentes, porque la Constitución de 1869, defendida por las fuerzas políticas más democráticas, había quedado de hecho sin efecto después de la proclamación de la República.

La Constitución de 1876

Es una muestra clara del liberalismo doctrinario, caracterizado por el sufragio censitario y la soberanía compartida entre las Cortes y el rey. Se trataba de una Constitución de carácter claramente conservador e inspirada en los valores histórico-tradicionales de la monarquía, la religión y la propiedad. La Constitución consideraba la monarquía como una institución superior, incuestionable, permanente y al margen de cualquier decisión política. Constituía un poder moderador que debía ejercer como árbitro en la vida política y garantizar el buen entendimiento y la alternancia entre los dos partidos dinásticos. Establecía la soberanía compartida y otorgaba poderes amplios al monarca: derecho de veto, nombramiento de ministros y potestad de convocar las Cortes, suspenderlas o disolverlas sin contar con el gobierno. Las Cortes eran bicamerales y se componían de Senado y Congreso de los Diputados, este último de carácter electivo. La Constitución no fijaba el tipo de sufragio, pero una ley de 1878 estableció el voto censitario. En 1890, cuando estaba en el poder el Partido Liberal, se aprobó el sufragio universal masculino. La Constitución también proclamaba la confesionalidad católica del Estado, a pesar de que toleraba otras creencias siempre que no se hiciera manifestación pública. Se estableció el presupuesto de culto y clero para financiar la Iglesia. El nuevo texto constitucional contaba también con una prolija declaración de derechos.

Bipartidismo y Turno Pacífico

Antonio Cánovas del Castillo introdujo un sistema de gobierno basado en el bipartidismo y en la alternancia en el poder de los dos grandes partidos dinásticos, el Conservador y el Liberal. Se aceptaba, por tanto, que habría un turno pacífico de partidos que garantizara la estabilidad institucional por medio de la participación en el poder de las dos familias del liberalismo y que pondría fin a la intervención del ejército en la vida política. El ejército, que constituía uno de los grandes pilares del régimen, quedó subordinado al poder civil. Una Real Orden de 1875 estableció que la misión del ejército era defender la independencia nacional y que no debía intervenir en la vida política. Se le concedió una cierta autonomía en sus asuntos internos y se proveyó al ejército de un presupuesto elevado. El turno pacífico eliminó del panorama político de la Restauración el problema de los pronunciamientos militares y el protagonismo de la presencia militar en los partidos y en la vida política española que habían caracterizado la época de Isabel II.

El Fin de los Conflictos Bélico

La estabilidad del régimen se vio favorecida por el fin de las guerras carlista y cubana. La Restauración borbónica privó a la causa carlista de una buena parte de su hipotética legitimidad y algunos personajes del carlismo acabaron reconociendo a Alfonso XII. El esfuerzo militar del gobierno durante el año 1875 hizo posible la reducción de los núcleos carlistas en Cataluña. La intervención del ejército comandado por Martínez Campos forzó finalmente la rendición de los carlistas en Cataluña, Aragón y Valencia. El conflicto continuó unos meses más en el País Vasco y Navarra, donde fue trasladada la mayor parte del ejército gubernamental, que consiguió debilitar la resistencia navarra y vasca hasta su rendición total en el año 1876. El príncipe Carlos cruzó la frontera francesa en dirección al exilio y la guerra se consideró terminada en todo el territorio. La consecuencia inmediata de la derrota carlista fue la abolición definitiva del régimen foral. Los territorios vascos quedaron vinculados al pago de los impuestos y al servicio militar, comunes en todo el Estado. En 1878 se estipuló un sistema de conciertos económicos que otorgaba un cierto grado de autonomía fiscal a las provincias vascas: estas pagarían anualmente a la Administración central una cantidad determinada recaudada directamente por las diputaciones provinciales.

El fin de la guerra carlista permitió acabar más fácilmente con la insurrección cubana (Guerra de los Diez Años). Como resultado tanto de la actuación militar como de la negociación con los insurrectos, en el año 1878 se firmó la Paz de Zanjón. Esta incluía una amplia amnistía, la abolición de la esclavitud y la promesa de reformas políticas y administrativas por las que Cuba tendría representantes en las Cortes españolas. El retraso o incumplimiento de estas reformas provocó, en el año 1879, un nuevo conflicto (Guerra Chiquita) y la insurrección posterior de 1895.