1. La Primera Guerra Carlista (1833-1840)
1.1. Origen y apoyos del Carlismo
La Primera Guerra Carlista (1833-1840) se inició con la muerte de Fernando VII y la proclamación de su hija Isabel II como reina. Los sublevados, conocidos como carlistas, proclamaron rey a Carlos María Isidro (C.M.I), hermano del difunto rey, confiando en su persona la defensa del absolutismo y de la sociedad tradicional. Así se inició una larga guerra civil que enfrentó a los defensores del Antiguo Régimen con los partidarios del liberalismo.
El Carlismo era una ideología tradicionalista y antiliberal que recogía la herencia de movimientos similares anteriores como los malcontents y los apostólicos. Bajo el lema ‘Dios, Patria y Fueros’ se agrupaban los defensores de la legitimidad dinástica de D. Carlos, de la monarquía absoluta, de la preeminencia social de la Iglesia, del mantenimiento del Antiguo Régimen y de la conservación de un sistema foral particularista.
Entre quienes apoyaban el carlismo figuraban gran parte del clero y de la nobleza agraria. También contaron con gran parte de los campesinos y cobraron fuerza en las zonas rurales del País Vasco, Navarra, y gran parte de Cataluña, Aragón y Valencia. Muchos de ellos eran pequeños propietarios empobrecidos, artesanos arruinados, y arrendatarios enfitéuticos, que desconfiaban de la reforma agraria defendida por los liberales, temían verse expulsados de sus tierras y recelaban de los nuevos impuestos estatales. Además, los carlistas se identificaban con los valores de la Iglesia a la que consideraban defensora de la sociedad tradicional.
La causa isabelina contó con el apoyo de una parte de la alta nobleza y de los funcionarios y también un sector de la jerarquía eclesiástica, pero ante la necesidad de ampliar esta base social para hacer frente al carlismo, la regente se vio obligada a buscar la adhesión de los liberales. Así, y para comprometer a la burguesía y los sectores populares de las ciudades en la defensa de su causa, la regente tuvo que acceder a las demandas de los liberales que exigían el fin del absolutismo y del Antiguo Régimen.
1.2. Desarrollo del conflicto armado
Los Carlistas no pudieron contar inicialmente con un ejército regular y organizaron sus efectivos en grupos armados que actuaban según el método de guerrillas. Las primeras partidas carlistas se levantaron en 1833 por una amplia zona del territorio español, sobre todo en las regiones montañosas de Navarra y País Vasco, también se extendieron por el norte de Castellón, el Bajo Aragón y el Pirineo y las comarcas del Ebro y Cataluña. Desde el punto de vista internacional, D. Carlos recibió el apoyo de potencias absolutistas como Rusia, Prusia y Austria, que levantaron dinero y armas, mientras Isabel II contó con el apoyo de Gran Bretaña, Francia y Portugal, favorables a la implantación de un liberalismo moderado en España.
El conflicto tuvo dos fases:
1ª Fase (1833-1835)
Se caracterizó por la estabilización de la guerra en el norte y los triunfos carlistas, aunque no consiguieron conquistar una ciudad importante. La insurrección se impulsó en 1834 cuando el pretendiente abandonó Gran Bretaña para instalarse en Navarra, donde creó una monarquía alternativa con su corte, su gobierno y su ejército. El general Zumalacárregui, que se hallaba al mando de las tropas norteñas, logró entonces organizar un ejército con el que conquistó Tolosa, Durango, Vergara y Éibar, pero fracasó en la conquista de Bilbao, donde murió, quedando los carlistas privados de su mejor estratega.
En la zona de Levante estaban más desorganizados, operando con escasa conexión entre las diferentes partidas. Las del norte de Cataluña tenían su actividad en el Prepirineo. Las de las tierras del Ebro se unieron a las del Maestrazgo y el Bajo Aragón, conducidas por el general Cabrera, que se convirtió en uno de los líderes carlistas más destacados.
2ª Fase (1836-1840)
La guerra se decantó hacia el bando liberal a partir de la victoria del general Espartero en Luchana en 1836, que puso fin al sitio de Bilbao. Los insurrectos, faltos de recursos para financiar la guerra y conscientes de que no podían vencer sin ampliar el territorio ocupado, iniciaron una nueva estrategia caracterizada por las expediciones a otras regiones. La más importante fue la Expedición Real (1837), que partió de Navarra a Cataluña y se dirigió a Madrid con la intención de tomar la capital, pero las fuerzas carlistas no pudieron ocupar la ciudad y se replegaron al norte.
La debilidad del carlismo provocó que los transaccionistas quisieran llegar a un acuerdo con los liberales, y los intransigentes continuaran la guerra. Finalmente, el general Maroto, jefe de los transaccionistas, firmó el Convenio de Vergara en 1839 con el general liberal Espartero, que establecía el mantenimiento de los fueros en el País Vasco y Navarra y la integración de la oficialidad carlista en el ejército real.
2. El Liberalismo en España: Moderados y Progresistas
Los partidos políticos en el siglo XIX no eran como los que conocemos en la actualidad. No eran grupos homogéneos con una ideología y un programa bien definido, sino agrupaciones de personalidades alrededor de un notable, civil o militar. Más que partidos organizados eran corrientes de opinión, vinculadas por relaciones personales e intereses económicos, que se unían para participar en las elecciones y controlar las distintas partes del poder.
2.1. Los Moderados
Por un lado estaban los moderados, que se definían a sí mismos como “personas de orden” y eran un grupo heterogéneo. Estaba formado por comerciantes, terratenientes, intelectuales conservadores, restos de la antigua nobleza, el alto clero y los altos mandos militares. Defendían el derecho a la propiedad como garantía del orden que querían preservar y limitaban el sufragio según la riqueza de los electores. Creían en la libertad como bien individual, pero anteponían los principios de autoridad y orden social, por lo que consideraban que el poder debía quedar en manos de la minoría propietaria e ilustrada. Destacamos a Ramón María de Narváez y Francisco Bravo Murillo.
También defendían la soberanía compartida entre las Cortes y la Corona, a las que otorgaban amplios poderes de intervención en la vida política (por ejemplo: vetar leyes…). Eran partidarios de limitar los derechos individuales, especialmente los colectivos como la libertad de prensa, opinión, reunión y asociación. Por último, eran la opción más clerical del liberalismo ya que defendían la confesionalidad del Estado y otorgaban a la Iglesia católica una gran influencia social.
2.2. Los Progresistas
Por otro lado, estaban los progresistas, que se consideraban los “defensores de la libertad”. En este grupo participaba la mediana y pequeña burguesía, la oficialidad media del ejército y las clases populares urbanas, cuya característica común era su espíritu de reforma. Estos defendían la soberanía nacional como fuente de legitimidad del poder y el predominio de las Cortes en el sistema político, y rechazaban la intervención de la Corona en la vida política, dándole solo una labor moderadora. Destacaron Juan Álvarez Mendizábal, Baldomero Espartero y Juan Prim.
Eran partidarios de reforzar los poderes locales y de otorgar amplios derechos individuales y colectivos. Partidarios del sufragio censitario, pero también de ampliar el cuerpo electoral. Defendían la necesidad de una reforma agraria, poner fin a la propiedad vinculada y limitar la influencia social de la Iglesia.
2.3. Otros partidos liberales
- Unión Liberal (1854): Partido creado a partir de una división de los moderados, pero que atrajo a los grupos más conservadores del progresismo. Pretendía ser una opción centrista entre progresistas y moderados, pero no presentaba novedad alguna. Agrupaba al sector descontento con la política moderada. Impulsores: General O’Donnell y Serrano.
- Partido Demócrata (1849): Escisión de los progresistas que defendía la soberanía popular y el sufragio universal masculino. Apoyaba la existencia de una única cámara, la ampliación de las libertades públicas y el reconocimiento de los derechos colectivos. Reconocía el predominio social de la Iglesia católica pero daba libertad de culto. Formado por clases populares urbanas y grados bajos de la Milicia.
El desprestigio de la monarquía de Isabel II hizo ganar fuerza al republicanismo, que defendían ser la opción más democrática.
3. La Década Moderada (1844-1854)
3.1. Configuración del Régimen Moderado
En las elecciones de 1844 ganaron los moderados, que formaron un nuevo gobierno presidido por el general Narváez, que impulsó una política basada en el liberalismo moderado. Pretendía cerrar la etapa revolucionaria y normalizar el funcionamiento de las instituciones liberales, creando una legislación básica para estructurar el nuevo Estado. Predominio del orden y la autoridad y férreas medidas represivas para poner fin a las expectativas sociales y políticas de las revoluciones. Hubo una fuerte represión hacia los progresistas, cuyos líderes optaron por exiliarse.
El régimen se asentó sobre el predominio de la burguesía terrateniente, nacida de la fusión entre los antiguos aristócratas que habían aceptado el liberalismo y la nueva burguesía de propietarios rurales. La Corona y el ejército se convirtieron en los garantes más fieles de un sistema que falseaba las elecciones para garantizar el triunfo del partido del gobierno.
3.2. La Constitución de 1845
Se hizo una reforma de la constitución progresista de 1837 que recogía las ideas básicas del moderantismo: soberanía conjunta entre el rey y las Cortes, más poder ejecutivo y menos legislativo y restricción del derecho de voto e institución de un Senado no electivo. Se suprimió la Milicia Nacional. Exclusividad a la religión católica, declarada la oficial del Estado y mantenimiento del culto y clero. Se mantenía gran parte de la constitución anterior pero se modificaron las partes en relación con la libertad. También enormes atribuciones a la Corona como designar al Senado. Un decreto en 1845 reguló la libertad de imprenta y suprimió el jurado que sancionaba los delitos de opinión, lo que significó el control del gobierno sobre la prensa y la restricción de una de las libertades básicas de la revolución liberal. Al año siguiente, la Ley Electoral de 1846 planteó un sufragio censitario muy restringido. Sólo los mayores contribuyentes y una serie de personalidades destacadas de la cultura, el ejército, la Administración y la Iglesia podían votar. Se aceptó el sistema de distritos uninominales, que favorecía el predominio del voto rural sobre el urbano y que invitaba al falseamiento electoral.
3.3. El Concordato con la Santa Sede
Los moderados intentaron también mejorar sus relaciones con la Iglesia, que había estado a favor del carlismo ante las reformas progresistas, especialmente por la desamortización y la abolición del diezmo. En 1851 se firmó un Concordato con la Santa Sede. En él se establecía la suspensión de la venta de los bienes del clero desamortizados y la vuelta de los no vendidos.
A cambio, la Santa Sede reconocía a Isabel II y aceptaba la obra desamortizadora, y el Estado se comprometía al mantenimiento de la Iglesia española, al restablecimiento de las órdenes regulares, a la participación de la Iglesia en la educación y al reconocimiento del catolicismo como religión oficial del país. Desde ese momento, aun cuando ciertos sectores continuaron viendo en la opción carlista la única garantía de recuperación de los valores tradicionales y de los antiguos privilegios, la postura oficial de la jerarquía de la Iglesia católica fue la de respaldar a Isabel II.
3.4. Centralismo y uniformidad administrativa
El moderantismo pretendió consolidar la estructura del nuevo Estado liberal bajo los principios del centralismo, la uniformidad y la jerarquización. Una serie de leyes y reformas administrativas pusieron en marcha el proceso.
- Reforma fiscal: Se racionalizó el sistema impositivo, se centralizaron los impuestos en manos del Estado y se propició la contribución directa, basándose en la propiedad, sobre todo agraria.
- Unificación de códigos: Se aprobó el Código Penal (1848) y se elaboró un proyecto de Código Civil.
- Reforma de la Administración pública: Se reorganizaron los cargos del Estado y se creó una ley de funcionarios que regulaba su acceso. También se reordenó la administración territorial, según los criterios centralizadores de la división provincial de 1833, con el fortalecimiento de los gobiernos civiles, militares y de las diputaciones provinciales.
- Control del poder municipal: La Ley de Administración Local de 1845 dispuso que los alcaldes de los municipios de más de 2.000 habitantes y de las capitales de provincia serían nombrados por la Corona, mientras que el gobernador civil designaría a los alcaldes de los municipios menores. Se creó una estructura jerarquizada y piramidal, en la que cada provincia dependía de un poder central en Madrid, sobre todo del Ministerio de Gobernación, del que a la vez quedaban sujetos los gobernadores civiles.
- Cuestión foral: Un decreto de 1844 acordó el mantenimiento en el País Vasco y Navarra de los ayuntamientos forales y las Juntas Generales, pero trasladó las aduanas a los Pirineos.
- Instrucción pública: Se estableció un sistema nacional de instrucción pública, el cual regulaba los distintos niveles de enseñanza y elaboraba los planes de estudio, que se completó con la Ley Moyano de 1857, que fue la primera gran ley educativa del país.
- Sistema métrico decimal: Se adoptó un sistema de pesos y medidas, el sistema métrico decimal.
- Guardia Civil: Se disolvió la antigua Milicia Nacional, y se creó la Guardia Civil (1844), un cuerpo armado con finalidades civiles pero con estructura militar, encargada del mantenimiento del orden público.
3.5. Crisis del Gobierno Moderado
Los gobiernos moderados no consiguieron dar estabilidad política al Estado: en 1846 hubo tres gobiernos y al año siguiente cuatro. Actuaron de forma arbitraria y excluyente, manipularon las elecciones y redujeron la importancia del poder legislativo. La vida política no se desarrollaba en las Cortes, sino alrededor de la corte y a partir de la influencia de las distintas camarillas que buscaban el favor real o gubernamental, al margen de la vida parlamentaria.
El autoritarismo se agudizó durante el gobierno de Bravo Murillo en 1852, que propuso una reforma constitucional que transformaba el Estado en una dictadura tecnocrática, ya que contemplaba la posibilidad de gobernar por decreto y suspender las Cortes, a la vez que restringía aún más el censo electoral. Despreciaba el sufragio y el parlamentarismo y creía que una administración eficiente y el fomento de la riqueza eran las únicas condiciones para un buen gobierno. Esta reforma suponía la desaparición del régimen parlamentario y la vuelta a un sistema parecido al del Estatuto Real.
La propuesta fracasó por la oposición de un sector del propio moderantismo, que consiguió desplazar a Bravo Murillo del poder, pero provocó la descomposición interna del partido y aumentó el descontento de muchas personas, cada vez más marginadas de la participación política. Entonces, se produce una nueva revolución en 1854 que permitió que los progresistas regresaran al poder y que finalizó los diez años de gobierno moderado.
4. El Bienio Progresista (1854-1856)
4.1. El pronunciamiento de Vicálvaro y el Manifiesto de Manzanares
El autoritarismo del gobierno moderado conllevó la oposición y el levantamiento de progresistas, demócratas y de algunos sectores moderados defraudados con la actuación gubernamental. Esta unión desembocó en junio de 1854 en el pronunciamiento de Vicálvaro, a cuyo frente se colocó un moderado descontento, el general O’Donnell, que formó un nuevo partido, la Unión Liberal, con la idea de llenar un espacio de centro entre progresistas y moderados. Los sublevados elaboraron el Manifiesto de Manzanares en demanda del cumplimiento de la Constitución de 1845, de la reforma de la Ley Electoral, de la reducción de impuestos y la restauración de la Milicia. La presidencia recayó de nuevo en Espartero y O’Donnell fue nombrado ministro de la Guerra. Las elecciones fueron convocadas según la legislación de 1837, que presentaba un censo electoral más amplio, lo que permitió una mayoría progresista y la aparición por primera vez en el Parlamento de algunos diputados demócratas. El nuevo gobierno intentó restaurar los principios del progresismo y restauró la Milicia y la Ley Municipal, que permitía la elección directa de los alcaldes. También preparó una nueva constitución (1856) que no llegó a ser promulgada pero que introducía importantes novedades. La mayor actuación con repercusiones en el futuro fue un ambicioso plan de reformas económicas por parte del gobierno del bienio, en defensa de los intereses de la burguesía urbana y clases medias, con el objetivo de impulsar el desarrollo económico y la industrialización del país.
4.2. La Desamortización de Madoz y la expansión del ferrocarril
Las líneas de acción más importantes del gobierno progresista fueron la reanudación de la obra desamortizadora y la extensión de la red ferroviaria. La nueva Ley Desamortizadora de 1855, a cargo del ministro Madoz, afectó a los bienes del Estado, de la Iglesia, de las órdenes militares, instituciones benéficas y, sobre todo, de los ayuntamientos. Igual que en 1837, con la eliminación de la propiedad privada se pretendía conseguir recursos para la Hacienda e impulsar la modernización económica de España. Una buena parte de los ingresos fueron invertidos en la red de ferrocarriles, fomentando así los intercambios y el crecimiento industrial del país. La construcción de las líneas de ferrocarril se inició en 1855 con la Ley General de Ferrocarriles, que regulaba su ejecución y ofrecía incentivos a las empresas que interviniesen en ella, de lo que se beneficiaron especialmente capitales extranjeros. Se propuso también fomentar la reforestación, poner en marcha el sistema de telégrafo, ampliar la red de carreteras o desarrollar la minería, entre otras reformas. Todo esto provocó una etapa de expansión económica hasta 1866.
4.3. Crisis del Bienio Progresista
Las medidas reformistas no mediaron la crisis de subsistencias, que movilizó al pueblo en las revueltas de 1854, generando un ambiente conflictivo. En Cataluña, la delicada situación económica provocó huelgas obreras en 1855. Los trabajadores pedían reducción de impuestos y jornada laboral, abolición de las quintas y mejora de los salarios. El malestar social condujo también a un levantamiento campesino en tierras castellanas y la extensión de motines populares en varias ciudades, con asaltos e incendios de fincas y fábricas. El gobierno acabó presentando la Ley de Trabajo, que introducía algunas mejoras y permitía las asociaciones de obreros, pero la situación había provocado ya una grave crisis. El conflicto social retrajo y atemorizó a las clases conservadoras; además, las discrepancias dentro de la coalición gubernamental entre el progresismo más moderado, que acabaría en la Unión Liberal, y el más radical, que lo haría en el Partido Demócrata, se agudizaron. Espartero dimitió y la reina confió el gobierno a O’Donnell, que reprimió duramente las protestas. Es curioso que el propio O’Donnell ayudase a derribar al gobierno que él mismo había colocado en el poder dos años antes.
5. La Descomposición del Sistema Isabelino (1856-1868)
5.1. El gobierno de la Unión Liberal y la política exterior
El nuevo gobierno unionista liderado por O’Donnell intentó un equilibrio político combinando los elementos fundamentales del proyecto moderado con algunas propuestas progresistas como la limitación de los poderes de la Corona y la aceptación de la desamortización. De este modo se consiguió una relativa estabilidad política interior que estuvo acompañada por una etapa de prosperidad económica por las acciones ferroviarias en la Bolsa. Se intentó revitalizar el parlamentarismo, aunque siempre bajo la tutela del Estado, y ejercer una política más tolerante con la oposición. Aunque las elecciones eran amañadas desde el Ministerio de la Gobernación para asegurar la mayoría parlamentaria, también se fijaban en una minoría opositora en el Congreso para evitar una marginación que provocase una revuelta. Una de las situaciones más relevantes del gobierno fue su política exterior activa, que buscaba recuperar el prestigio internacional, controlar a importantes sectores del ejército y unir a los diferentes partidos en un fervor patriótico. Para ello se llevaron a cabo tres campañas de carácter internacional:
- La expedición de Indochina (1858-1863): En colaboración con Francia, con el deseo de castigar una matanza de misioneros en 1858. La expedición benefició sobre todo a los franceses, que colonizaron aquella zona.
- La intervención en México (1862): Junto con Francia y Gran Bretaña para exigir al gobierno mexicano el cobro de la deuda atrasada, pero los españoles terminaron retirándose por desavenencias con la política francesa.
- Las campañas militares en Marruecos (1859-1860): Estuvieron motivadas por disputas fronterizas y se saldaron con el triunfo en las batallas de Tetuán y Castillejos, donde adquirió gran prestigio un militar progresista, el general Prim. La paz de Wad-Ras incorporó a España el territorio de Ifni y amplió la plaza de Ceuta.
Pero en el año 1863 se empezó a descomponer la coalición gubernamental y la estabilidad que hubo años anteriores se tornó en una sucesión de gobiernos inestables. El unionismo no fue capaz de afrontar la oposición de los moderados y la Corona, que se negó a disolver las Cortes. O’Donnell presentó su dimisión y la reina entregó el poder a los moderados.
5.2. El retorno del moderantismo y la crisis final
Entre los años 1863 y 1868 se produjo el retorno de Narváez al poder y se repusieron los antiguos principios del moderantismo. Sin embargo, hubo una falta de apoyo social y se produjo una debilidad en el gobierno. El moderantismo volvió a imponer la forma autoritaria de gobierno al margen de las Cortes y de todos los grupos políticos y ejerció una fuerte represión sobre sus opositores. Los progresistas acusaron a la Corona de entorpecer el funcionamiento de las instituciones y promover formas de gobierno dictatoriales. Por ello, los progresistas pasaron de nuevo a las revueltas con el apoyo de los demócratas, cuya influencia entre las clases populares aumentaba. En 1866 tuvo lugar la sublevación de los sargentos del cuartel de San Gil, que contó con la unión de progresistas y demócratas y provocó un levantamiento popular en Madrid. La revuelta acabó con 66 fusilamientos y más de mil prisioneros. Una buena parte de los unionistas se pusieron en contra del gobierno y se acercaron a las posiciones de los progresistas, mientras que O’Donnell se exiliaba a Gran Bretaña. La situación del gobierno empeoró a raíz de la crisis de subsistencia iniciada en 1866, que provocó de nuevo el aumento de los precios y el descontento popular. A partir de ese momento, se formuló la necesidad de promover un pronunciamiento que diese un giro radical a la situación.