San Agustín
Introducción
Agustín de Hipona es el más destacado representante de la patrística. En su pensamiento se unen las creencias de la fe y las ideas de Plotino. En la obra de Agustín no siempre resulta fácil distinguir los aspectos filosóficos de los estrictamente religiosos. Para él, Dios es la realidad suprema y la primera verdad. Pero Agustín también es platónico, razón por la que cree en la existencia de esencias trascendentes, eternas e inmutables. Según Agustín, que en este punto sigue la doctrina de Platón, el mundo material que encontramos a nuestro alrededor no puede ser la realidad última y verdadera, sino que es solo una copia imperfecta de esencias que actúan como modelos de todo lo que vemos. Agustín de Hipona une en su pensamiento la filosofía neoplatónica y la fe cristiana. Esta síntesis tuvo una gran importancia en la historia del pensamiento.
Realidad – Metafísica
Agustín elaboró una teoría metafísica que se conoce como ejemplarismo. La interpretación agustiniana considera que las esencias eternas e inmutables tienen existencia real, pero estas no ocupan ningún mundo de las Ideas, sino que se encuentran en el pensamiento de Dios. Estas esencias son modelos ejemplares de todo lo que existe. Con el acto de creación, Dios dispone todo lo que existe en el mundo, así como todo lo que ha de existir en el futuro. Según afirma Agustín, en la creación Dios produjo las razones seminales de todo el cosmos, que son como las semillas de las que, a su debido tiempo, surgirá toda la realidad.
Conocimiento – En busca de la verdad
Pocos filósofos se han ocupado tanto como Agustín por el problema de la verdad. Sin duda, para un creyente como él, Dios es la verdad primera y más importante. Pero Agustín era consciente de que también hay defensores del escepticismo. La postura escéptica, según Agustín, es insostenible, puesto que quienes afirman que la verdad no se puede conocer consideran, al menos, que este enunciado es verdadero, incurriendo en una clara contradicción.
Además, Agustín señala que incluso la persona más dubitativa y errada tiene al menos una certeza bien segura: Si yo dudo y me equivoco en mis juicios, es porque existo. Además, no solo existo, sino que vivo y soy capaz de comprender. Estas certezas pueden proporcionar una base sólida sobre la que hallar la verdad, que puede encontrarse cuando uno se esfuerza en buscarla.
En su esfuerzo por encontrar la verdad, Agustín rechazó el escepticismo. Para Agustín, que era un decidido partidario del platonismo, la auténtica realidad no consiste en el mundo material que podemos captar con los sentidos. Por encima del mundo sensible existe una realidad superior, formada por las esencias, que son modelos ejemplares de las cosas. Además, para un filósofo cristiano como Agustín, existe una realidad aún más importante y verdadera que estas esencias, que es Dios.
Agustín distingue también diferentes formas de conocimiento. El grado más bajo corresponde al conocimiento sensible, que nos aporta información sobre el mundo material. Agustín diferencia dos niveles:
- El conocimiento racional inferior es el relacionado con la ciencia, que partiendo de la realidad que percibimos nos permite acceder a verdades universales y necesarias como las de las matemáticas.
- Sin embargo, el saber más importante y verdadero es el de las esencias incorpóreas y eternas, que corresponde al conocimiento racional superior, al que Agustín considera la verdadera sabiduría.
Pero Agustín, que es cristiano, no puede aceptar la reencarnación ni la teoría de la reminiscencia. La teoría agustiniana de la iluminación trata de ofrecer una respuesta para este problema.
Conocimiento – Dios
Según Agustín, los seres humanos somos capaces de aprehender verdades inmutables y eternas porque Dios ha puesto las esencias en nuestro interior. En lugar de prestar atención al mundo material que nos rodea, tenemos que hacer un esfuerzo de introspección para buscar la verdad dentro de nosotros mismos. Esta búsqueda interior, sin embargo, es solo el primer paso. Así pues, Agustín cree que el verdadero conocimiento se produce cuando Dios ilumina el interior del hombre, permitiendo así que este alcance la sabiduría. Para el pensamiento agustiniano la verdad más alta e importante es el conocimiento de Dios, al que pueden conducirnos tanto la fe como la filosofía. Agustín, firmemente convencido de sus creencias cristianas, considera que la razón y la fe están unidas de forma indisoluble. La fe es la guía que indica las verdades que deben aceptarse, mientras que la razón puede ayudarnos a comprender mejor el sentido de estas creencias. Por eso afirma Agustín que es preciso creer para entender, ya que la fe tiene prioridad ante la razón, a la que debe orientar y conducir. Por eso en su obra no encontramos una exposición sistemática de pruebas para demostrar que Dios existe. Sin embargo, sí que es posible hallar en su obra diversos argumentos que pueden apoyar esa creencia. La existencia de esencias que son verdades universales, inmateriales y eternas, y que el ser humano puede conocer, es uno de estos argumentos. Estas realidades trascendentes solo pueden existir porque Dios las ha creado. El consenso es una sólida prueba de la existencia de Dios, ya que en todas partes los seres humanos creen en alguna forma de divinidad.
Dios
Las reflexiones acerca de la Trinidad ocupan un puesto importante en la filosofía agustiniana, muy vinculado a las relaciones entre razón y fe. En las Escrituras, Dios aparece como padre creador del universo, pero también como hombre encarnado en la figura de Jesucristo. La doctrina de la Trinidad trata de establecer con claridad y exactitud cuáles son las relaciones entre estas tres manifestaciones de la divinidad. En los primeros siglos de nuestra era surgieron múltiples interpretaciones acerca de esta cuestión, incluyendo algunas doctrinas que fueron declaradas heréticas por la Iglesia oficial. Uno de los problemas más controvertidos era el de aclarar si en Dios había una única naturaleza o bien tres naturalezas diferentes. La doctrina defendida por Agustín y al final adoptada por la Iglesia estableció que en Dios había una única naturaleza, pero tres personas distintas. La Iglesia estableció que en Dios hay una sola naturaleza o ousía, aunque esta se presenta en tres hypostasis o personas diferentes.
Ser Humano – Antropología
El dualismo antropológico agustiniano distingue con claridad dos elementos diferentes en el ser humano. El cuerpo, que es material e imperfecto, no es más que un instrumento del cual se sirve el alma. Agustín rechaza la teoría de la reencarnación platónica. De acuerdo con sus creencias cristianas, considera que el alma ha sido creada por Dios de forma individual. La concepción que tiene Agustín acerca del alma otorga especial relevancia a la afirmación bíblica según la cual el ser humano ha sido creado “a imagen y semejanza de Dios”. Esto supone que debe existir una correspondencia entre las tres personas de la Trinidad y las tres facultades que distingue Agustín en el alma humana: la memoria, el entendimiento y la voluntad. Según Agustín, en Dios Padre se manifiesta el Ser en toda su plenitud, lo cual tiene su reflejo en la memoria humana. En el Hijo aparece la máxima sabiduría, que se vincula con el entendimiento humano. Finalmente, el Espíritu Santo es la culminación del amor, que se corresponde con la voluntad. El amor es una fuerza que puede acercarnos a Dios si ponemos en este anhelo toda nuestra voluntad. En este sentido, la ética agustiniana está basada en el amor a Dios y en el deseo de unirnos a él. Pero lograrlo no es fácil, porque en el corazón humano hay una inclinación innata a pecar. Por eso, para alcanzar la salvación y hacer el bien necesitamos contar con la ayuda divina. Esto se debe a que el alma humana está manchada por el pecado original, por lo que ha sido necesaria la venida de Cristo al mundo para redimirnos. La imperfección y limitación humana hacen indispensable la ayuda de la gracia de Dios para que nuestra alma consiga salvarse. La antropología de Agustín es dualista. Las diversas interpretaciones que existían acerca del pecado original derivaron a menudo en posiciones que fueron condenadas como herejías. Una de estas herejías fue el pelagianismo. Los pelagianos consideraban que el pecado original solo había afectado a Adán y Eva. De acuerdo con la doctrina pelagiana, esto quiere decir que el pecado original no se transmite al resto de los seres humanos, por lo que no hay en nuestra alma ninguna mancha procedente de esta culpa. Esta doctrina, en apariencia sensata, fue sin embargo duramente condenada por la Iglesia. Si en el alma humana no hay ningún pecado original, entonces no está claro cuál es el motivo por el que Dios debe enviar a su hijo al mundo a sufrir en la cruz para redimirnos. Por razones parecidas también Agustín se opuso a la idea de que es Dios mismo quien nos transmite el pecado original cuando nacemos. Esto equivaldría a lanzar una acusación de maldad contra Dios. Agustín se acerca en ciertos pasajes de su obra a una teoría alternativa, denominada traducianismo. Esta defiende la idea de que en nuestra alma individual hay algo que proviene de nuestros padres. Agustín de Hipona se opuso al pelagianismo, que niega la existencia del pecado original en el alma humana.
Ética
La teoría ética agustiniana presta una especial atención al problema del pecado en el ser humano. De acuerdo con Agustín, el ser humano dispone de libre albedrío, porque es capaz de elegir entre el bien y el mal. Esta capacidad es un don precioso que Dios nos ha otorgado, y del que no dispone ninguna otra criatura. Gracias al libre albedrío podemos optar voluntariamente por seguir los preceptos ordenados por Dios para alcanzar la salvación. Pero el libre albedrío también hace posible el pecado, si decidimos usar nuestra capacidad de elegir para satisfacer intereses egoístas y materiales olvidando a Dios. Por eso dice Agustín que es preciso distinguir entre el libre albedrío y la libertad. El libre albedrío es la posibilidad de elegir, mientras que la libertad es el resultado de haber hecho un buen uso de este libre albedrío. Dios ha dotado a los seres humanos de libre albedrío. Esto nos permite elegir libremente entre el pecado y la salvación de nuestra alma. Efectivamente, si es Dios quien nos ha dado el libre albedrío y además es omnisciente, entonces Dios sabe cuándo el ser humano va a utilizar el libre albedrío para pecar y condenarse. De este modo, también nos está condenando. Una de las posibles respuestas ante el problema del mal era la ofrecida por el maniqueísmo, que había surgido en el siglo III d.C. Los maniqueos creían en la existencia de dos fuerzas enfrentadas, que identificaban con el bien y el mal. Para el maniqueísmo, toda la realidad que vemos a nuestro alrededor es el escenario de un combate interminable entre la luz y las tinieblas. Agustín atacó duramente a los maniqueos, a los que acusó de caer en la herejía por defender la existencia de dos dioses distintos, cuando para los cristianos solo puede haber un único Dios. Según Agustín, existen dos clases distintas de mal que es preciso diferenciar. Por un lado, está el mal físico, consistente en el dolor, la enfermedad, la muerte o las catástrofes naturales. Y por otro lado, se encuentra el mal moral, que es el que ejercen unos seres humanos sobre otros. Sin embargo, no puede acusarse a Dios de ninguno de estos dos tipos de mal. Es cierto que Dios permite que los seres humanos hagamos uso del libre albedrío, que nos capacita para pecar. Pero no sería justo culpar a Dios por el mal. De ello solo nosotros somos culpables, por lo que nuestra condenación si así lo hacemos será perfectamente justa. En cuanto al problema del mal físico, lo que sucede es que no terminamos de entender en qué consiste. El mal físico, según Agustín, no tiene existencia real, sino que es más bien una carencia o falta de bien. No es posible acusar a Dios del mal físico, porque el mal no es ninguna sustancia que exista en sí misma. Además, si Dios consiente esta ausencia de bien es, sin duda, para obtener de ella un beneficio aún mayor. De hecho, todo cuanto Dios ha creado es bueno, por lo que Dios no puede ser responsable de ningún mal. Para hacer compatible la existencia del mal con las creencias cristianas, Agustín introduce una distinción entre el mal físico y el mal moral.
Sociedad y Política
La historia de la humanidad es, según Agustín, el desarrollo en el tiempo del plan providente que Dios ha establecido para nosotros. Para ejemplificar la diferencia que hay entre la ciudad celeste y la ciudad terrenal, Agustín identifica a la primera con Jerusalén y a la segunda con Babilonia. Los miembros de la ciudad de Dios son humildes, y se caracterizan por su amor puro y sagrado hacia la divinidad. Por el contrario, quienes pertenecen a la ciudad terrenal son orgullosos y solo aman de forma impura y egoísta. Agustín considera que la historia puede interpretarse como un incesante combate entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal.
Una visión escatológica
De acuerdo con Agustín, toda la historia de la humanidad puede entenderse como un combate entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal. Se trata únicamente de un suceso puntual, ya que la historia humana aún no ha terminado. Cuando se acerque el final de la humanidad, se producirá el triunfo definitivo de la ciudad de Dios. Entonces se revelará el sentido interno de la historia, que solo aparecerá con claridad en el fin del mundo. Esta visión escatológica de la historia, que cobra todo su significado cuando se interpreta en relación con el fin de los tiempos. La distinción entre la ciudad de Dios y la ciudad terrenal no debe hacernos pensar que Agustín estuviera tratando de simbolizar con esta diferenciación a la Iglesia y al Estado. Lo que Agustín trataba de mostrar era más bien una división de orden moral. De hecho, Agustín creía que tanto la Iglesia como el Estado son estructuras necesarias para garantizar el orden social y también la salvación espiritual. Pero el Estado por sí solo no puede ser verdaderamente justo a no ser que en él prevalezca el cristianismo. El modo en que Agustín entendía las relaciones que debe haber entre Estado e Iglesia explica el vigor con el que se esforzó por combatir la herejía donatista. El donatismo creía que la Iglesia debía ser una comunidad de fieles perfectos. Según los donatistas, los sacramentos solo tenían validez si quien los administraba se había mantenido puro y alejado de toda relación con el poder del Estado. Si se descubría que un obispo había cooperado con las autoridades civiles, conspirando así contra la pureza espiritual de la Iglesia, los donatistas lo consideraban un traidor, de modo que ya no se sentían obligados a obedecerle. Agustín consideraba que esta doctrina resultaba muy peligrosa, porque ponía bajo sospecha a todos los miembros de la jerarquía eclesiástica y porque impedía articular una relación de cooperación entre la Iglesia y el Estado. Contra los donatistas, Agustín argumentaba que los sacramentos tienen valor en sí mismos, con independencia de quién los administre, porque provienen directamente de Dios. Además, insistió en que la Iglesia no puede estar integrada por unos pocos, porque tiene vocación universal. En cuanto al vínculo entre Iglesia y Estado, Agustín nos recuerda que, aunque son dos cosas distintas, ambas son necesarias.