La Revolución Gloriosa y el Desastre del 98: Del Sexenio Democrático a la Crisis del Sistema de la Restauración

La Revolución Gloriosa (1868) y el Sexenio Democrático (1868-1874)

El 17 de septiembre de 1868, el almirante Topete se sublevó en Cádiz, marcando el inicio de un golpe de Estado orquestado desde el exilio por el general Prim. Este levantamiento, respaldado por el manifiesto “España con honra”, canalizó aspiraciones populares como el sufragio universal, la abolición de las quintas y la eliminación de los consumos. La adhesión popular se materializó en la formación de juntas, dando lugar a la llamada Revolución Gloriosa.

Ante el descontento generalizado, la reina Isabel II pronto se vio privada de apoyos. Tras la derrota de sus tropas frente al ejército de Serrano en Alcolea el 28 de septiembre, la reina se vio obligada a exiliarse a Francia. Las juntas revolucionarias encomendaron la formación de un gobierno provisional a Serrano.

El Gobierno Provisional y las Cortes Constituyentes

Durante el gobierno provisional, se ampliaron las libertades individuales, se democratizaron los ayuntamientos, se creó la peseta para estabilizar la economía y se redujeron los aranceles. Simultáneamente, se inició la disolución y desarme de las juntas. A pesar de que la revolución había sido monopolizada por unionistas y progresistas, marginando a demócratas y republicanos, se accedió a una de las principales reivindicaciones: la convocatoria de Cortes Constituyentes elegidas por sufragio universal masculino para mayores de 25 años.

La Constitución de 1869

Las Cortes Constituyentes dieron lugar a la Constitución de 1869, un texto que combinaba elementos progresistas con otros conservadores. Establecía una estricta separación de poderes:

  • El Ejecutivo, limitado, era ejercido por el rey a través de ministros responsables ante las Cortes.
  • El Legislativo recaía exclusivamente en las Cortes, divididas en el Congreso (elegido por sufragio universal directo) y el Senado (elitista).
  • El Judicial quedaba en manos de los jueces.

La Constitución definía la soberanía nacional, recogía una extensa declaración de derechos, establecía la libertad religiosa (manteniendo al Estado como garante de la Iglesia Católica) y definía a España como una monarquía.

El Reinado de Amadeo I (1871-1873)

transcurre en un clima de tensión al ser un rey sin apoyos. El movimiento obrero extiende sus protestas al calor de la Comuna de París, lo que lleva al gobierno de Sagasta a prohibir la AIT en España; en 1872 se produce una nueva insurrección carlista; Cánovas del Castillo lidera a parte de los moderados en su oposición a un rey al que tampoco acepta el ejército por ser extranjero. La escisión del partido progresista en constitucionalistas (Sagasta) y radicales (Ruiz-Zorrilla) rompe el grupo que apoyaba a Amadeo y lleva más inestabilidad al gobierno. El rey sufre un atentado cuando pasa por la calle Arenal de Madrid junto a

su esposa embarazada. Finalmente, el 11 de febrero de 1873, Amadeo se siente traicionado por el Gobierno y las Cortes cuando trataba de mediar en el conflicto con los oficiales de Artillería, por lo que abdica y se marcha de España. Las Cortes, en sesión conjunta, proclaman la I República (11 de febrero 1873- 3 de enero 1874); deciden mantener en vigor la Constitución de 1869 sin los artículos monárquicos y se nombra presidente a Figueras, que formó gobierno con los progresistas radicales, mayoría en el Congreso. La República comenzaba con grandes tensiones políticas, ya que para los monárquicos era una solución de emergencia, mientras que los republicanos estaban divididos en unitarios (defensores de una república unitaria y más conservadora), federales (defensores de un modelo federal y más progresista) y cantonalistas (la opción más radical, partidarios de la creación de una república federal de abajo arriba a partir de cantones independientes). La coalición de gobierno se rompe y, en junio, presidirá la República Pi y Margall. Durante su mandato se tratará de llevar a cabo un reformismo social y político: ley sobre el trabajo infantil; jurados mixtos (patronos y obreros); abolición de la esclavitud en Cuba; supresión de las quintas etc. En julio se presenta un proyecto de Constitución que establece una república federal como forma de Estado, compuesta por 17 Estados y varios territorios de ultramar; división de poderes incluso a nivel municipal. El Ejecutivo lo encarnaba un presidente con amplios poderes; el Legislativo dos cámaras de elección directa (el Senado sería representación por Estados) y el Judicial un Tribunal Supremo con tres jueces por Estado. Recoge el sufragio universal, un Estado completamente laico y una amplia declaración de derechos individuales. Las insurrecciones cantonalistas, descontentas con el proyecto, provocan la dimisión de Pi y Margall. Salmerón le sustituye y emprende un giro conservador, dando cada vez más protagonismo al ejército, en especial a generales abiertamente monárquicos como Martínez Campos o Pavía. Salmerón dimite para no tener que firmar las sentencias de muerte contra los líderes cantonalistas y es sustituido por Castelar. Éste intenta restablecer el orden social suprimiendo derechos; suspende las Cortes y la Constitución del 69 hasta enero. En la reapertura las Cortes le retiran su confianza. Su caída pone en marcha a los sectores más conservadores que no confían en las Cortes. Así, Pavía, capitán general de Madrid, envía tropas al Congreso y lo disuelve, entregando el gobierno al general Serrano, lo que deja al país en manos de un régimen sin definición: suspendida la Constitución de 1869 y sin haberse aprobado la de 1873, el Estado no es monarquía ni república. Se restablecieron las quintas y los consumos, se disolvió la sección española de la AIT y suspendió diputaciones y ayuntamientos. Enfrentado a los republicanos, buscó el apoyo de los conservadores, pero la mayoría de los monárquicos ya habían optado por el retorno de los Borbones.


Cuba concentraba numerosos intereses y negocios españoles. Su economía se basaba en la plantación de azúcar de caña, café y tabaco, pero su comercio se veía limitado por los aranceles, que obligaban a la isla a comprar productos españoles y dificultaban las exportaciones hacia Europa o Estados Unidos. El descontento pareció aplacarse en 1878 con la Paz de Zanjón, en la cual se reconocía a Cuba cierta autonomía, la abolición de la esclavitud y la presencia de diputados cubanos en las Cortes. No obstante, las reformas necesarias para convertir en realidad las promesas no se ponían en marcha y esto desesperó a los cubanos, que se organizaron en torno al Partido Revolucionario Cubano del independentista José Martí. Los independentistas eran apoyados por los norteamericanos, para quienes el dominio español era un obstáculo en sus aspiraciones de control sobre la isla En febrero de 1895 se inicia la insurrección (Grito de Baire); desde Madrid se envía a Martínez Campos, pero éste apenas obtiene éxitos militares y los gastos se disparan; es sustituido cuando se niega a emplear medidas de represión contra la población civil, algo que sí hará su sucesor, Weyler, quien entiende que es imprescindible privar a los insurrectos, que utilizan tácticas guerrilleras, del apoyo poblacional. La brutalidad de la guerra empieza a levantar en su contra a la opinión pública, preocupada también por la rebelión de Filipinas, que había estallado en 1896. La presencia española en Filipinas era menor que en el Caribe, y se limitaba a la explotación de recursos naturales, el comercio con China y las órdenes religiosas, que atesoraban un gran poder y se habían ganado el rechazo de buena parte de la sociedad. José Rizal había fundado la Liga Filipina (1892), que abogaba por reformas pacíficas, pero su movimiento dio origen a la revuelta de 1896 impulsada por el Katipunan.
Tras el asesinato de Cánovas, el nuevo gobierno liberal de Sagasta de 1897 sustituye a Weyler e inicia un proyecto de autonomía para Cuba que iguala jurídicamente a cubanos y peninsulares y permite la formación de un gobierno cubano en marzo. Esta situación acerca la paz y alarma a los EE. UU., ya que le privaba de excusas para intervenir en la isla. El presidente McKinley se presentó como defensor del pueblo cubano ante las atrocidades del ejército español; los norteamericanos envían a Cuba el acorazado Maine, alegando que era para velar por los intereses norteamericanos. El 15 de febrero de 1898 el Maine explota en la Bahía de La Habana, resultando 254 muertos. Washington rechaza la oferta española de una investigación internacional y culpa a España; entonces lanza un ultimátum obligando a España a elegir entre la venta de Cuba o la guerra. Ambos gobiernos entienden que es una cuestión de prestigio, impulsado por las campañas que la prensa hace en los respectivos países a favor de la guerra, y se inician la guerra hispanoamericana; con el ataque americano en Filipinas, sin relación con el problema cubano, deja claras sus intenciones imperialistas: en mayo destruyen la flota española en Cavite, y en julio en la Bahía de Santiago de Cuba la flota española al mando de Cervera es sitiada y hundida, lo que permite el desembarco estadounidense en Guantánamo y Puerto Rico. España solicita el armisticio, y dos días después cae Manila. Las negociaciones concluyen en el Tratado de París de diciembre, por el cual España acepta la ocupación norteamericana de Cuba y Puerto Rico y vende Filipinas a EE. UU. por 20 millones de dólares. Todavía tendría España que renunciar al resto de sus posesiones, pues se sabía incapaz de administrarlas: por el Tratado Hispano-Alemán de 1899 vendía a Alemania las islas Marianas, Carolinas y Palaos.
Las consecuencias del Desastre fueron graves en todos los aspectos: las pérdidas humanas rondaron unas 120.000 víctimas; las pérdidas económicas fueron muy fuertes sobre todo a largo plazo, ya que se perdió un mercado excepcional donde colocar la producción peninsular al tiempo que se perdía el comercio privilegiado con los productos coloniales. Militarmente la derrota fue humillante y esto tendrá sus consecuencias en el ejército a lo largo de las décadas posteriores.
Pero el Desastre conllevó además una grave crisis política; aunque ambos partidos se desgastaron, el desprestigio fue mayor para el Liberal y para su líder, Sagasta, pues a él tocó negociar las condiciones de la paz. La pasividad con la que

la opinión pública aceptó la derrota llamó la atención de políticos e intelectuales, y dio lugar a una corriente de pensamiento que trató de analizar las causas de esta resignación y de la falta de reacción en la nación. Tal corriente fue conocida como Regeneracionismo y su principal representante fue Joaquín Costa. Según los regeneracionistas, el origen de este problema era la corrupción del turno de partidos, el aislamiento de los ciudadanos de la política y el retraso que sufría España respecto de los países más avanzados de Europa. Las soluciones que propusieron pasaban por una reestructuración política y económica que sacara a España de ese atraso, pero los regeneracionistas no crearon partidos políticos ni aspiraron al gobierno de forma organizada, por lo que sus ideas quedaron reducidas a orientaciones intelectuales y no a programas de gobierno concretos. Así, cuando en 1899 el conservador Francisco Silvela forme gobierno, incorporará algunas medidas de corte regeneracionista, pero serán frenadas por la oposición de las oligarquías que hará caer este gobierno en 1901.