Uno de los principales problemas políticos fue la división interna en los partidos que apoyaban a Amadeo, unionistas y progresistas, especialmente estos últimos. Esta división era reflejo del personalismo, pero también del bipartidismo que perfilaba la vida política. Dentro del progresismo se formaron dos tendencias:
Una más conservadora, con Sagasta a la cabeza: eran los llamados constitucionalistas, que tuvieron el apoyo de los unionistas de Serrano.
Otra más reformista, dirigida por Ruiz Zorrilla, los radicales, a la que se unieron los cimbrios, provenientes del partido demócrata que se había escindido entre los que defendían la monarquía y los partidarios de la república.
Ambas facciones se enfrentaron, lo que hacía inviable la acción de gobierno.
Por otro lado, existía una gran agitación sociopolítica derivada de los efectos de la Comuna de París y la difusión de los principios de la I Internacional en España. El miedo a la revolución proletaria empujó a Sagasta a adoptar medidas represivas contra las organizaciones obreras que prohibieron las actividades de los internacionalistas y cualquier acto público en España.
A toda esta inestabilidad política y social contribuyó la importante oposición de los republicanos federales, cada vez más radicalizados.
A todos estos problemas se unió el estallido de otra rebelión carlista y de la guerra de Cuba (iniciada con el “grito de Yara”)
, que se inició en 1868, en la que el gobierno se enfrentó tanto a los independentistas de Carlos Céspedes como al «partido español» de la isla que controlaba los negocios, exigía mantener la esclavitud y se oponía a cualquier reforma del sistema de explotación.
Durante los primeros años del sexenio el carlismo se adaptó a la vida política y se convirtió en partido parlamentario, pero su retroceso electoral en 1872 lo llevó a la lucha armada. La tercera guerra carlista se inició en abril de 1872 y se generalizó durante 1873, don Carlos entró de nuevo en España en julio y sus partidarios ocuparon el País Vasco, Navarra y parte de Aragón, de la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha (Cuenca, Albacete). El capítulo más importante del conflicto fue el sitio de Bilbao, que ganaron las tropas liberales.
El malestar en el ejército se acrecentó por el nombramiento del general Hidalgo como capitán general de las Vascongadas. El arma de artillería protestó por considerar que había participado en la represión de los artilleros del cuartel de San Gil en 1866. Para presionar, los mandos artilleros solicitaron la separación colectiva del servicio. El gobierno y las Cortes estaban decididos a reafirmar el poder civil sobre el ejército y aceptaron la renuncia de los oficiales. Este nuevo foco de enfrentamiento colmó la paciencia del rey Amadeo se negó en un primer momento a firmar el decreto de reorganización del arma de artillería, pero al haberlo apoyado el Congreso, lo firmó, y en 1873 renunció a la corona.
El balance del reinado habla por sí solo: seis gabinetes, tres elecciones generales a Cortes y el fracaso del primer experimento de monarquía democrática, de clases medias.
El Congreso y el Senado, en sesión conjunta, asumieron los poderes y proclamaron la república.
La primera decisión era establecer el modelo político del nuevo gobierno. Para ello, Pavía reunió a los capitanes generales residentes en Madrid (Serrano, Concha y Zavala) ya un grupo de políticos entre los que estaban Sagasta y Cánovas para imponer una república con Serrano corno presidente, muy influida por el modelo francés. Todo ello después de advertir que el golpe no se había dirigido contra la república, sino contra quienes habían derrotado a Castelar en las Cortes y defendían el retorno a la experiencia federal, que la gente de orden y el ejército no aceptaban.
De enero a diciembre de 1874, se instauró un régimen conocido como república unitaria o dictadura del general Serrano, ya que fue él quien presidió el gobierno y ejerció como presidente del poder ejecutivo. Su mandato se abrió con un golpe de Estado y se cerró con otro, en diciembre.
Era un sistema híbrido sin constitución, pues la de 1873 no se había promulgado y la de 1869 se había dejado en suspenso. El manifiesto a la nación definía las intenciones de los autores del golpe: «Un poder robusto cuyas deliberaciones sean rápidas y sigilosas, donde el discutir no retarde el obrar». Reconocía la Constitución de 1869, pero quedaba en suspenso hasta que la normalidad retornase a la vida pública. Se daba un papel primordial al ejército, única institución vertebrada y asentada en «una nación dividida», lo que le confería un papel arbitral. El manifiesto hacía un llamamiento a los partidos liberales (constitucionalistas y radicales) y marcaba distancias con los republicanos federales. Apelaba a los grupos sociales acomodados, la gente de orden, lo que permite concluir que el golpe de Pavía fue resultado de la disidencia de un sector poderoso de la sociedad civil.
Los gobiernos del año 1874, un total de tres, siempre actuaron con la idea de provisionalidad y de volver a la normalidad institucional. Tanto el decreto de disolución de las Cortes Constituyentes como la vigencia de la Constitución de 1869 se supeditaban a la «normalización» de la vida política y la recuperación del orden, ya que continuaban abiertas las dos guerras, la cubana y la carlista, y que aún resistía el cantón de Cartagena.
Esta provisionalidad facilitó los preparativos del retorno del hijo de Isabel II, Alfonso.
El general Martínez Campos preparó un pronunciamiento, del que Cánovas (principal dirigente del sector alfonsino) no era partidario. Canovas quería una restauración monárquica por la vía civil, evitando el pronunciamiento.
En diciembre Martínez Campos proclamó en Sagunto a Alfonso XII nuevo rey de España. La rápida adhesión al pronunciamiento obligó a Serrano a marchar a Francia, mientras el último día del año Cánovas constituía el «ministerio-regencia» que inauguraba una nueva etapa.